EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 84

Otra de las palabras que identificó era, estaba casi seguro de ello, « maldito» . Podía decirse en voz baja o a gritos, con rabia contenida o con ira manifiesta. Daniel comprendió que se trataba de una palabra sagrada para Padre, una palabra que significaba que Padre estaba hablando con alguno de sus dioses. Puesto que el caballo era lo más importante para Daniel, lo bautizó secretamente con el nombre de Maldito. Le acariciaba el lomo mientras le daba heno y le susurraba al oído « Maldito» . Pero Padre no murió. El octavo día la fiebre empezó a remitir. Dejó de delirar y cay ó en un profundo sueño. Daniel esperaba. Le daba heno al caballo en tanto que la mujer que regentaba la casa le ofrecía al niño sopa. Con frecuencia se acercaba por allí algún curioso, a veces muy ebrio, para verlo mientras cuidaba al enfermo. Se quedaban en la puerta y respiraban pesadamente, como si su visión los excitase, y luego se marchaban. El decimoprimer día pudieron reemprender el viaje. Para entonces y a había dejado de llover. Y lo que Padre le decía a Daniel volvió a ser incomprensible. El contexto que se le ofreció mientras Padre deliraba había dejado de existir. El caballo tiraba del carro por un bosque apenas penetrable. El camino era muy angosto, no se cruzaban con nadie y Daniel miraba constantemente a su alrededor, pues temía que el bosque se tragase el camino según iban dejándolo atrás. Cuando no iba sentado con Padre en el pescante, caminaba junto al carro. Se había confeccionado una cuerda de saltar con un trozo largo que había encontrado en la posada. De vez en cuando, Padre se ponía a cantar, pero enseguida empezaba a toser y tenía que guardar silencio. A veces, Daniel se atrevía a adentrarse unos metros en la espesura del bosque. Estudiaba el terreno con atención antes de pisarlo. Tenía la firme sospecha de que las serpientes de aquellas tierras debían de ser muy venenosas. Pasaron la noche en unos cajones resquebrajados, alimentándose de pan y carne seca y bebiendo agua de los arroy os que discurrían junto al camino. Daniel buscaba señales de que hubiese arena en algún lugar cercano: puesto que llevaban tanto tiempo viajando, debían de estar y a otra vez cerca del desierto. Kiko le había enseñado que un viaje largo siempre terminaba donde había comenzado. Sin embargo, no encontró arena por ninguna parte, tan solo tierra oscura llena de piedras grisáceas. Una tarde, a una hora muy avanzada, sucedió lo que Daniel tanto había esperado. El bosque se abrió, el paisaje se iluminó. Padre tiró de las riendas y Daniel observó su rostro. Era como si estuviese olfateando una presa. Se le irguieron las orejas y escrutaba todo con los ojos. Al cabo de un rato se dirigió a Daniel. —Mi desierto —anunció—. Aquí fue donde nací.