EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 83
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A Daniel le llevó bastante tiempo comprender que el horrible lugar al que
habían llegado había visto nacer a Padre. Cuando dejaron la ciudad donde le
habían apuntado con la boca de cañón, viajaron durante más de tres semanas
atravesando bosques interminables. Padre compró un caballo y un carro, pero
Daniel comprobó muy pronto que Padre no sabía cómo manejar el caballo que,
por lo general, hacía su voluntad. Llovía casi sin cesar. El carro no tenía capota y
Daniel se cobijaba bajo lo que parecía la lona de un velero, junto con las cajas
en las que Padre guardaba sus insectos, sus libros y sus instrumentos. Padre
enfermó de fiebre y una tos pertinaz a causa de la constante lluvia, de modo que
se vieron obligados a parar durante diez días en una ciudad llamada Växjö, donde
Padre tuvo que guardar cama, sudando abundantemente, en una casa que se
llamaba « posada» . Daniel le enjugaba la frente y, en varias ocasiones, tuvo la
certeza de que Padre iba a morir. Un brujo ataviado con un abrigo negro lo visitó
y observó a Daniel con enorme curiosidad. Le dio a Padre un frasco del que
debía beber cuando arreciase la tos. Cada vez que el brujo visitaba a Padre, le
pedía a Daniel que se desnudase. Entonces lo tocaba, le inspeccionaba la boca, le
contaba los dientes y le cortaba un mechón de cabello.
Durante aquellos diez días, Daniel se hizo amigo del caballo. Si Padre moría,
el animal sería lo único que le quedaba.
Los días que Padre estuvo enfermo sucedió algo muy curioso. Padre deliraba
a causa de la fiebre, pero por primera vez Daniel comprendió lo que le decía. De
la lengua en la que hasta el momento solo había identificado alguna que otra
palabra, de repente comprendió frases enteras. Cuando Padre deliraba, Daniel
comprendía lo que decía. Era como si pudiese ver sus sueños inquietos y así las
palabras cobrasen sentido.
Aún le costaba entender su nuevo nombre. « Daniel» . En realidad, él se
llamaba Molo. Pero nadie, ni Andersson ni Padre, se habían molestado en
preguntarle. Simplemente le habían asignado aquel largo nombre, Daniel, que no
significaba nada y que él solo conseguía pronunciar con mucho esfuerzo.