EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 80
rojo. Soltó los insectos en el suelo. Los escarabajos intentaron ponerse a salvo
arrastrándose de un lado a otro. Él los aplastó con una piedra y empezó a sacarles
la sustancia de color rojo del caparazón. Después fue rellenando las muescas
talladas por el pequeño cincel de Anamet con un palillo de madera. Molo
observaba a su padre. Los ray os del sol y a empezaban a descender despacio. La
luz parecía venir desde abajo. El ojo del antílope relucía en la roca.
—¿Dónde están los dioses?
Kiko se echó a reír.
—En el interior de la montaña —respondió—. Sus voces son el corazón que
late en el cuerpo del antílope.
—Yo intento dibujar antílopes y cebras en la arena, pero no quedan bien.
—Eres demasiado impaciente. Solo eres un niño. Llegará el día en que verás
cada espacio por sí mismo. Entonces tú también podrás dibujar antílopes.
Kiko trabajó todo el día. Cuando empezó a oscurecer, dejó el palillo
impregnado de color rojo.
—Pronto estará listo —anunció—. Un día, cuando tú seas may or, los colores
se habrán desvaído y podrás venir a reponerlos. A ti te corresponderá volver a
darle vida al antílope.
Regresaron al poblado. Desde lejos divisaron las hogueras y les llegó el
aroma de la carne asada. El día anterior, los cazadores habían conseguido una
cebra, de modo que tendrían carne para varios días. De ahí que Kiko pudiera
dedicarse al antílope.
—Seguiremos mañana —le dijo Kiko—. Y pasado también. Luego se
acabará la comida y tendremos que salir a cazar de nuevo.
Sin embargo…, ¿volvieron a la montaña? Molo y acía con los ojos abiertos
junto al hombre que aún no había empezado a roncar. Ya no se acordaba.
Cuando llegaron los hombres armados con lanzas y rifles, él estaba
durmiendo. Iban a caballo y llevaban escudos blancos, aunque no todos eran de
piel blanca, también había hombres negros. Rodearon el campamento por la
noche y, cuando las mujeres se despertaron por la mañana, comenzó la matanza.
Molo estaba bañado en sangre y quienes lo vieron pensaron que había muerto.
Con los ojos entrecerrados y el corazón bombeándole en el pecho, como si
quisiera huir desbocado de su cuerpo, vio cómo ensartaban a Be con una lanza y
a Kiko le pegaban un tiro en la cabeza.
Los hombres que los atacaron reían sin cesar y se comportaban como si
cazaran animales. Cuando volvió a reinar el silencio y todos menos Molo estaban
muertos, bebieron largos tragos de las botellas que llevaban consigo, cortaron
varias orejas y se marcharon de allí a lomos de sus caballos, hasta que la arena y
el sol engulleron sus siluetas.
Molo no tenía ningún recuerdo de lo que sucedió después. Se despertó, con el
traqueteo, en la tarima de un carromato. Andersson se inclinaba sobre él y Molo