EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 79
historia con todo lujo de detalles y sin dejar de preguntarle si comprendía sus
palabras. Repitió lo mismo varias veces, le habló de los dioses de distintas
maneras, como si fuese un pájaro y lo hubiese visto todo desde arriba, o una
serpiente que se hubiese enroscado silenciosa en los pies de los dioses. Molo lo
comprendió. Entre aquellas montañas empezó todo. Poco a poco, los dioses se
cansaron de los hombres, los dejaron para que se cuidasen solos y se marcharon
en busca de otras montañas. Sin embargo, para que los dioses no se
impacientaran, les negasen el alimento o la lluvia, los hombres tallaron sus
figuras en la piedra.
La última vez que las visitaron juntos, Kiko estuvo trabajando en un antílope.
Fue el viejo Anamet, que había muerto el año anterior, quien empezó a tallar el
animal. Pero cuando él se retiró y fue aislándose de la vida y finalmente dejó de
respirar, Kiko fue el elegido para continuar su tarea. Él no era tan habilidoso
como Anamet, jamás lo sería. Anamet tenía una capacidad especial para
representar animales de un modo tan real que parecían desprenderse de la piedra
para perderse entre las dunas. Aquella última vez, Kiko coloreó el cuerpo del
animal. El antílope estaba en plena carrera. Anamet le había tallado el ojo muy
grande y Kiko anduvo preguntándose mucho tiempo si pintarlo de rojo, con la
sangre de un escarabajo aplastado, o amarillo, con la savia de un arbusto que
crecía junto al monte. Kiko podía ser muy reservado cuando trabajaba con el
antílope. Era el más taciturno de todos los del grupo, las siete familias que vivían
y trashumaban juntas. Al contrario que Be, que siempre estaba hablando y
riendo, Kiko podía guardar silencio tanto tiempo que llegaban a preguntarse si
estaría enfermo. No obstante, Molo sabía que, a veces, también era posible
hacerle preguntas. Y en esas ocasiones, Kiko respondía. Sin embargo, si elegía
mal el momento, Kiko se hartaba e incluso podía llegar a enfadarse. Pero en
aquella última ocasión en que fueron juntos a la montaña, Kiko estaba de buen
humor. Molo sabía que sería un buen día para hacerle todas las preguntas que
quisiera.
Partieron temprano, al alba. Cuando llegaron a la montaña y a la grieta entre
las rocas en que estaba tallado el antílope, el sol acababa de empezar a brillar en
el cielo. Se diría que el animal estuviese en llamas.
—Anamet era muy buen tallador —observó Kiko—. No solo sabía cómo
hacer que sus manos diesen forma al antílope, sino que además pensaba en el
lugar que elegiría para tallarlo.
—¿Qué es ser habilidoso? —quiso saber Molo.
Kiko no respondió. Molo sabía que el silencio también era una respuesta. Si
Kiko no decía nada, significaba que la pregunta no tenía respuesta.
Finalmente, Kiko decidió que pintaría el ojo del antílope de color rojo. En una
pequeña bolsa de piel llevaba varios escarabajos de los que extraería el color