EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 73

Daniel y el coñac, que hizo que se sintiera como si de nuevo estuviese a bordo de un barco. Volvió a entrar, pagó lo que había bebido y, cuando se marchó, oy ó las risas de las mujeres en la penumbra. « Solo soy un hombre que hace algunas cosas por última vez» , se dijo. « Por ejemplo, jamás volveré a esta sala» . Cuando entró en la habitación, la muchacha estaba adormilada en una silla. Daniel dormía. La joven se sobresaltó cuando Bengler le rozó el hombro. Una vez más se le encendió la sangre con un vivo deseo carnal. ¿Qué edad podía tener? Dieciséis o diecisiete, poco más. La muchacha estaba muy pálida. —Te pagaré ahora mismo —le dijo—. ¿Se ha acercado a la ventana? —Se ha quedado sentado en el borde de la cama jugando con sus manos. —¿Qué más? —Luego se ha puesto a jugar con los pies. —¿Y después? —Después se ha acostado. Ni siquiera me ha mirado. —Sí, es raro que mire a la gente. En cambio, sí suele adivinar cómo son las personas con las que se cruza. Bengler sacó un riksdaler. Era demasiado. De forma casi mecánica e involuntaria, sacó un billete del bolsillo. —Puedes ganar más dinero —le advirtió—. Si eres amable conmigo. La muchacha comprendió a qué se refería y se levantó sobresaltada. « En lugar de ruborizarse, debería darme una bofetada» , se dijo Bengler. —He de irme —declaró la joven—. No tiene que pagarme por esto. En realidad, no he hecho nada, solo estar ahí sentada. Bengler le tomó el brazo y ella se puso tensa. —Lo haré con cuidado —prometió él. Entonces la joven empezó a llorar. Una oleada de ira y de vergüenza lo invadió al punto. « ¿Qué demonios estoy haciendo?» , se preguntó. « Intento comprar a esta niña que no sabe lo que es el amor, que no sabe más que obedecer, agachar la cabeza y complacer» . —Lo siento, no era mi intención… —murmuró—. Coge el dinero. Pero la joven desapareció como un ray o y él se quedó con el billete en la mano. Se moría de vergüenza. Se acercó a la ventana a contemplar la calle. Los estudiantes se alejaban con sus mujeres. Observó a la del sombrero y pensó que tenía que marcharse de allí. Su antigua vida no existía y a. La había dejado en el desierto. Ahora solo tenía los insectos; y a Daniel. Se desvistió y se sentó en la silla que había ocupado la joven. Sin poder evitarlo, volvió la excitación. Matilda no estaba, y tampoco Benikkolua. Solo la mujer que ocultaba los dientes al sonreír. Daniel dormía. Se sentó a la mesa. Un candil alumbraba débilmente. Sacó más mecha y tomó El libro de Daniel. Pero las palabras se negaban a acudir a su mente. De modo que dibujó algo, sin saber