EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 72

sombrero ante un espejo. La mujer sonrió cuando él se detuvo a su lado. « En venta» , se dijo Bengler. « No se encontraba aquí cuando y o me marché. Ahora, en cambio, aquí la tenemos, venida de quién sabe dónde, y está en venta. Igual que Matilda llegó un día de Landskrona a Lund, después de que su padre intentara abusar de ella» . —Estoy buscando a una mujer —declaró Bengler. Ella volvió a sonreír, sin despegar los labios. Bengler sabía lo que aquello significaba: que tenía los dientes estropeados. O tal vez tuviese sífilis, una enfermedad que podía advertirse por el aspecto de la lengua. —Ya tengo compañía —respondió ella—. Pero otra noche, quizá. Los hombres son tan imprevisibles. El que está sentado ahí dentro quiere casarse conmigo. Pero nadie sabe qué se le antojará mañana. —La que y o busco se llama Matilda —explicó Bengler—. Matilda Andersson. Hubo un tiempo en que ella y y o nos veíamos. Luego emprendí un largo viaje, pero ahora he vuelto. La mujer seguía arreglándose el sombrero ante el espejo. Bengler miró sus pechos bajo la ajustada blusa y sintió crecer la excitación. —Matilda es un nombre muy corriente. Como el mío, Carolina. Descríbemela. Bengler no sabía qué responder. ¿Acaso iba a hablarle de su cuerpo desnudo, de la forma de sus pechos y de sus muslos? Intentó recordarla vestida, pero sin éxito. Solo podía evocar su figura desnuda. —No sé —admitió—. Tenía los ojos azules y el cabello castaño. Ignoro si el rizo era natural o no. Despedía un aroma ácido. La mujer se dio por satisfecha con el sombrero y se le acercó. —Y y o, ¿a qué huelo? —A regaliz. —Olvídala. Mañana puedo estar contigo. La mujer le hizo una breve caricia en la mejilla y él no pudo evitar agarrarle los pechos con las manos. Ella se echó a reír, se zafó de él y se marchó por donde había entrado. Bengler se encaminó al vestíbulo para salir a la calle. Después de la intensa lluvia hacía algo más de fresco. Oy ó relinchar a un caballo en algún lugar. Miró hacia la ventana de la habitación donde Daniel estaría durmiendo y a. El de seo de estar con una mujer lo acuciaba. Pensó en Benikkolua. ¿Por qué no se la llevó igual que se había hecho con Daniel? De pronto, el recuerdo de la mujer retocándose el sombrero ante el espejo le produjo náuseas. En aquella fría noche otoñal sintió odio por la ciudad en la que se encontraba. De no haber sido por el dinero, jamás habría regresado. Matilda no era ni un recuerdo, tan solo un espejismo, como los que había visto en el desierto. Lo que existió un día había dejado de existir. Ahora solo estaban él y