EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 57
había muerto la noche en que él tuvo aquel presagio. Pero ¿y después?
Buscó la respuesta en el mar erizado de espuma junto a la quilla del
Chansonette.
Sin que él lo advirtiese, un marinero se le acercó y se puso a su lado. El
hombre limpiaba su pipa y escupió mientras miraba a Bengler con los ojos
entrecerrados. Tenía la piel del rostro como un pellejo, la nariz ancha y los labios
secos y resquebrajados. Los ojos siempre entreabiertos.
—¿Qué demonios piensas hacer con el niño? —le preguntó el marinero con
acento noruego.
Bengler recordó que hacía mucho tiempo tuvo un amigo de Röros que
estudiaba teología en Lund. Le divertía su modo de hablar y aprendió a imitarlo.
En ese momento pensó que debería ser condescendiente con aquella
pregunta, que más parecía salir de los ojos entrecerrados del marinero que de su
boca de labios resquebrajados.
—¿Piensas liquidarlo?
Bengler pensó que podría ir al capitán, pues como pasajero que había pagado
por su pasaje no tenía por qué relacionarse con la tripulación más allá de sus
necesidades y exigencias.
—No veo cómo eso podría interesarte.
Los ojos del marinero permanecían impasibles. A Bengler le dio la sensación
de hallarse ante un reptil dispuesto a morderle en cualquier momento, igual que
Daniel le había mordido la nariz.
—No lo soporto —aseguró el marinero—. África es un continente
endemoniado, allí hacemos restallar los látigos, cortamos orejas y manos a
quienes no trabajan al ritmo que les imponemos y ahora, por si fuera poco,
arrastramos a sus hijos a nuestros países pese a que la esclavitud está prohibida.
Bengler se sentía indignado.
—¡El pequeño no tiene padres! Yo me hago cargo de él. ¿Qué hay de malo
en ay udar a un ser humano a sobrevivir?
—¿Y por eso lo llevas amarrado como a un perro? ¿Le has enseñado a ladrar?
Bengler desplazó su mano sobre la falca de la borda. Por un instante sintió
vértigo. De pronto, el sol brillaba con una intensidad indecible. Deseó haber
tenido aún su revólver; de ser así le habría pegado un tiro a aquel maldito
noruego. El marinero seguía allí con los ojos entrecerrados. Llevaba una
camiseta de ray as, pantalones por debajo de las rodillas y zapatos sin talón.
—Cambiarán los tiempos —auguró el marinero acercándose aún más.
—Tengo derecho a no ser molestado.
—A ver si lo adivino…, lo has comprado. Tal vez para mostrarlo como
curiosidad en algún sitio. En los mercados. Como un espectáculo. ¿Pretendes tal
vez hacer que se hinche como un mono? De eso sacarás dinero.