EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 56
acercando» , constataba Bengler para sus adentros. « Cuanto más lejos estemos
de África, más cerca estará de mí» .
Bengler comprendió que debía hacerle entender a Daniel que la cuerda no
era más que una solución transitoria a un problema que, esperaba, sería igual de
transitorio. El asunto de la cuerda solo podía resolverse si se creaba entre ellos un
lazo de confianza. Ya el segundo día a bordo, Bengler puso sobre la mesa las
tijeras que le habían prestado y salió del camarote dejando solo a Daniel. Se
apostó al otro lado de la puerta convencido de que Daniel cortaría la cuerda y
saldría corriendo para arrojarse al mar a la primera oportunidad.
Media hora más tarde no había novedad.
Cuando volvió a entrar en el camarote, las tijeras seguían en la mesa. Daniel
estaba sentado en el suelo dibujando con los dedos sobre la arena que aún lo
cubría. Bengler resolvió enseguida quitarle el arnés. La sensación de haber
maltratado al pequeño lo atormentaba y lo llenaba de desazón. Pero con ella
convivía otra que no podía calificarse más que de vanidad. No quería tener que
darle la razón a Andersson y admitir que había sido un error llevarse al pequeño.
No quería que pudieran cuestionarse sus buenas intenciones, ni siquiera un
hombre al que no volvería a ver jamás, que vivía con la may or hipocresía en un
centro de comercio en pleno desierto de Kalahari.
Bengler salió a cubierta. El Chansonette avanzaba veloz, el velamen hinchado,
impulsado por un viento favorable. Recordó cómo fue su travesía rumbo a África
en la goleta negra de Robertson. Cómo sintió entonces que él mismo llevaba velas
y mástiles en su interior. Se asomó por la borda y contempló las aguas. Las velas
sonaban como un batir de alas sobre su cabeza y creaban un juego de sol y
sombra.
Por primera vez se formuló seriamente la pregunta de qué haría cuando
llegase a Suecia. Llevaba el escarabajo de antenas atípicas en un frasco.
Además, estaba Daniel. En dos grandes baúles forrados de piel viajaban también
trescientos cuarenta insectos que había coleccionado, preparado y clasificado
según el sistema de Linneo. Pero la pregunta seguía sin respuesta. ¿Qué iba a
hacer en Suecia? La idea de volver a Lund no solo le repugnaba, sino que era
inviable. Le atraía volver a ver a Matilda, pero también le asustaba, puesto que
estaba convencido de que ella y a lo habría borrado de su memoria, y a habría
olvidado sus encuentros amorosos, que jamás fueron apasionados, y el vino de
Oporto que tomaban después. Ni siquiera sabía si aún estaba viva. ¿Habría caído
también quizá bajo el bisturí del profesor Enander? Lo ignoraba, pero tampoco
deseaba salir de su ignorancia.
La única certeza que tenía sobre lo que lo aguardaba era el necesario viaje
que debería emprender a Hovmantorp para confirmar que, en efecto, su padre