EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 55

Como se gastó todo su dinero en pagar los pasajes, cambió la tela por el revólver que en su día compró en Copenhague y que, además, fue suficiente para adquirir botones, aguja e hilo. El encargado de reparar las velas a bordo le prestó las tijeras. Extendió la tela sobre la mesa del camarote y, durante un buen rato, estuvo pensando en cómo se confeccionarían un par de pantalones y una camisa marinera. Tardó mucho en atreverse a cortar. Jamás en su vida había hecho algo parecido. El trabajo avanzaba despacio y se pinchaba con las tijeras y con la aguja. Cuando, y a muy tarde, fue a tumbarse en la hamaca junto a Daniel, escondió las tijeras en un hueco entre dos vigas del techo. Antes de dormirse se quedó un rato escuchando la respiración de Daniel, que era entrecortada e inquieta. Le puso la mano en la frente, pero no tenía fiebre. « Está soñando» , se dijo. « Llegará el día en que sea capaz de contarme lo que pensaba cuando salimos de Ciudad del Cabo» . Los aromas procedentes de las bodegas eran intensísimos. Oy ó la risotada lejana de uno de los marineros. Después, todo volvió a quedar en silencio. Tan solo el ruido aislado de pasos sobre la cubierta y el casco del buque, que crujía contra las olas. La travesía hasta Le Havre duró algo más de un mes. Se enfrentaron a una tormenta en dos ocasiones, con un intervalo de seis días de calma chicha entre ambas. El continente africano se divisaba de vez en cuando como un espejismo que se desvanecía al este. El calor no dejó de ser insoportable durante todo el viaje. El capitán estaba preocupado por la carga de especias y bajó varias veces a la bodega para comprobar que no estuviese afectada por la humedad. Desde el primer día, Bengler se dio cuenta de que Daniel necesitaba seguir unas rutinas. Después del desay uno que les llevaba Raul empezó a dar paseos por cubierta. El hombre de Devonshire apenas se dejaba ver por allí. Según Raul, sufría intensos dolores y prácticamente no ingería otro alimento que las medicinas que lo tenían todo el día en un estado de semivigilia. La hija del comerciante de Ruán jugaba al badminton con su criada, siempre que el tiempo lo permitía. Bengler se percató de que, en esas ocasiones, el barco como que respiraba de otro modo. Los tripulantes esperaban con devoción que el viento alzase las faldas de las muchachas dejando al descubierto una pierna y parte de sus enaguas. Durante los paseos, Bengler no dejaba de conversar con Daniel. Iba señalándole objetos, diciéndole sus nombres, pero pasaba del alemán al sueco y viceversa. Poco a poco crey ó advertir que la tensión que dominaba a Daniel empezaba a ceder. El niño aún parecía encontrarse en otro lugar, quizás en el recuerdo de cuando sus padres seguían con vida, muy lejos de las cadenas en casa de Andersson y del buque que se mecía sobre las aguas. « Pero se va