EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 49

había entendido o no. ¿Cómo iba a explicarle qué era el mar? ¿Como abismos de arena solo que compuestos de agua de lluvia? ¿Qué era, en realidad, la distancia? ¿A qué distancia se encontraba Suecia, en el fondo? Al mismo tiempo, sabía que la echaría de menos. Pese a que nada sabía de ella. Conocía su cuerpo, pero no quién era. La última noche la pasó con Andersson. Comieron avestruz cocido con especias. Andersson había puesto sobre la mesa una garrafa de vino y, como para indicar que se trataba de un día importante, llevaba una camisa limpia. En todos los meses que pasó allí, Bengler nunca lo había visto lavarse. Pero se había acostumbrado al hedor y y a no lo notaba. Andersson no tardó en emborracharse. Bengler, en cambio, bebía con mesura. Temía sentirse mareado cuando, al día siguiente, tuviesen que adentrarse en el desierto. —Puede que añore tu compañía —admitió Andersson—. Pero sé que, tarde o temprano, llegará aquí otro sueco loco con cualquier otra misión absurda que llevar a cabo. —Mi misión no era absurda. Además, me llevo un hijo. —¡Qué te vas a llevar un hijo, hombre! Lo que harás será quitarle la vida. Puede que sobreviva a la travesía, pero ¿y después? ¿Qué has pensado hacer con él? —Procuraré que tenga una vida digna. —¿Y cómo se la vas a dar? ¿Lo vas a clavar en un alfiler igual que a un insecto? ¿O lo vas a pegar en una de tus láminas? Bengler pensó que debería responder a las impertinencias de Andersson, pero no sabía cómo. Andersson seguía siendo demasiado fuerte para él. Era la última noche y las acusaciones y los insultos no podrían repetirse, se desvanecerían en cuanto su carromato se alejase. Y aun así, no tuvo fuerzas para enfrentarse con la fortaleza que le habría gustado mostrar. —Tu vida no solo es rara —le dijo—. Sino que es, ante todo, miserable. Finges oponerte a lo que sucede en este desierto, o a que se persiga a personas que no han hecho más que vivir aquí desde siempre. Finges que eso te indigna, que amas a tus semejantes, que eres una buena persona. Pero, por lo que y o he visto, eres tan malvado como todos los blancos que hay por aquí. Con una salvedad, y o mismo. —Yo rara vez azoto a mis negros. No los pellizco con alicates, no les doy bofetadas y no les enseño el catecismo. Claro que he de mantener un orden, pero no los arranco de aquí de cuajo para que caigan muertos en la nevada tierra sueca. Voy a hacerte una pregunta muy sencilla: ¿qué es peor? —Te demostraré que estás equivocado. —Me has hecho una promesa. Volver para contármelo. El resto de la cena guardaron silencio. Andersson, que enseguida se había