EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 48

Aquella noche, Bengler quemó la ropa del niño. Lo lavó en una tina de madera y le puso una de sus camisas, que le llegaba hasta los tobillos. Benikkolua andaba siempre cerca y quiso lavarlo, pero Bengler prefirió hacerlo él mismo. De ese modo, el niño empezaría a perder el miedo y su mudez. Hasta el momento no había pronunciado una sola palabra. Tenía la boca sellada. Ni siquiera quiso abrirla cuando Bengler intentó darle de comer. « Creerá que se le va a escapar la vida si abre la boca» , pensó Bengler. Le pidió a Benikkolua que lo intentara, pero el niño no cedía. Andersson estaba a su lado, observando la escena. —Usa unos alicates —le sugirió—. Ábrele la boca a la fuerza. No entiendo tanto tira y afloja. Si vas a salvarle la vida, tendrás que apretarle las tuercas. Bengler no respondió. Sería un alivio perder de vista por fin a Andersson. Pese a la ay uda que le había prestado, Bengler era consciente de que nunca le había gustado; y a desde el primer día, cuando lo obligó a perforar y rajar el quiste que tenía en la espalda. Pensó que Andersson era como los alemanes, los portugueses o los ingleses. Igual que los que torturaban a los negros y los perseguían como a ratas. La única diferencia era que Andersson aplicaba la misma brutalidad con discreción. En realidad, ¿qué diferencia había entre vestir a la gente con hierros y cadenas y obligarla a vestir un absurdo traje regional? Pensó que debería decirle todo aquello a Andersson, demostrarle, a modo de despedida, que había descubierto quién era. Sin embargo, sabía que le faltaba valor, que para él Andersson era demasiado fuerte. Comparado con él, Bengler pertenecía a una dinastía insignificante que nunca alcanzaría el poder en el desierto. Aquella noche, Benikkolua tuvo que dormir fuera. Bengler dejó al niño solo en el suelo, sobre el colchón, y puso a su lado el plato de comida. Después apagó el candil y se tumbó en la hamaca. Al contrario de lo que ocurría con Benikkolua, cuy a respiración siempre oía en la noche, el niño no emitía el menor sonido. Lo invadió un súbito desasosiego, encendió el candil y comprobó que el niño estaba despierto, aún con las mandíbulas apretadas. Bengler puso una tranca en la puerta y volvió a la hamaca. Por la mañana, cuando despertó, el niño se había comido lo que le dejó en el plato. Y dormía, y a con la boca entreabierta. Tres días después, Bengler hizo los últimos preparativos para poder partir. Cargó y amarró bien sus pertenencias en el carromato. El niño seguía sin pronunciar palabra. Permanecía mudo , sentado en el suelo o a la sombra de un árbol, con los ojos cerrados. Bengler le acariciaba la cabeza de vez en cuando. Pero el cuerpo del pequeño seguía en tensión. Bengler intentó explicarle a Benikkolua que iba a partir. No sabía si ella lo