EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 50

emborrachado, tenía la mirada errante, incapaz de fijarla en la llama del candil. A Bengler se le ocurrió de pronto que se asemejaba a un insecto desorientado que durante la noche hubiese dado con un punto de luz que, en realidad, no debería estar allí. Por la noche, como última anotación, añadida a todas las que le había escrito a Matilda, escribió lo siguiente: « Mañana partimos. Andersson aleteaba como una polilla alrededor del candil. No sé si es una mala persona, pero es un insensato. Se niega a entender sus propias acciones. Puesto que me tomé dos copas de vino, empecé a fantasear con la idea de que Andersson era en verdad un insecto y que lo clavaba en un folio blanco con un alfiler» . Hasta el momento no había escrito una palabra sobre Daniel. Tenía decidido esperar hasta que hubiesen partido. Cuando hubiesen dejado atrás el centro de comercio, empezaría a escribir. Daniel dormía en la alfombra. Aún tenía la boca bien cerrada y Bengler se preguntó qué estaría soñando. Pese a que estaba ebrio y a que además se vio obligado a arrastrar a Andersson a su cama, fue capaz de hacer el amor por última vez con Benikkolua. Tropezó en el umbral de la puerta de la habitación que había servido de almacén y se vio en la calle, tumbado sobre ella. Como de costumbre, estaba desnuda y solo se cubría con el fino retazo de siempre. Le sorprendió que no pasara frío en la helada noche del desierto. A la mañana siguiente se despertó muy temprano. Aún no había amanecido. Daniel dormía. Bengler salió sin hacer ruido. Benikkolua no estaba y se había llevado la alfombra. El paño con que se cubría, en cambio, lo había colgado de un saliente del tejado. Y allí estaba, mecida por la brisa, como saludándolo, la bandera de Benikkolua. Los ojos se le llenaron de lágrimas y pensó que era tan insensato marcharse como en su día lo fue dirigirse allí. Las preguntas seguían siendo muchas y las respuestas pocas, como entonces. Tan solo estaba seguro de una cosa. La responsabilidad que, sin pensárselo, había asumido al hacerse cargo del niño que halló en el cajón de Andersson era algo que no pensaba lamentar en su vida. Le daría a otro aquella que no había podido darse a sí mismo. Bengler decidió esperar hasta que Daniel se despertase. Entonces le sonrió, le puso su mejor camisa y lo llevó afuera. Al ver el carro con los buey es, Daniel empezó a gritar y a hacer molinetes en el aire. Bengler se vio obligado a agarrarlo fuerte, pero el pequeño era como un gato salvaje. Cuando le mordió la nariz, Bengler tuvo que soltarlo. El niño echó a correr en dirección al desierto.