EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 39

Pero ¿a quién he de dirigirla? ¿A Matilda? Ella no cree en Dios. Ella teme a Dios igual que le teme al Diablo. Tanto pavor le infunde el cielo como el infierno» . Finalmente no rezó. Intentó captar la mirada del hombre negro que lo abanicaba, pero sus ojos estaban muy lejos, más allá de la cabeza de Bengler. De repente, tuvo la sensación de hallarse en medio del mundo. En el centro de algo que, por primera vez en su vida, era del todo real. Algo que le exigía que adoptase una postura, que tuviese una opinión, que hiciese una elección. No pudo avanzar más en su razonamiento, pues se dio cuenta de que lo que lo había despertado de su sueño era un intenso mareo. Sacó la cabeza de la hamaca para vomitar. El hombre negro dejó de abanicar enseguida y ahuecó las manos para que el vómito cay ese en ellas. Bengler no fue capaz de darse la vuelta. Intuía una forma de amor en el hecho de que un desconocido con traje regional de Västergötland recogiese su vómito con las manos. Sabía que su conclusión era errónea y que terminaría cambiándola. Pero en aquel momento era amor; una gracia, el poder vomitar en las manos de un semejante. Agotado, volvió a recostarse sobre el almohadón. El hombre negro le limpiaba el rostro. Andersson seguía en algún lugar de la casa vociferando su salmo, que parecía tener un número infinito de versículos. ¿O lo estaría repitiendo? ¿Acaso estaría cantándolo en varias lenguas? Pese a lo cansado que se encontraba y a lo cerca que estaba de caer vencido por el sueño, se esforzó por escuchar. Y se dio cuenta de que Andersson no estaba entonando versos del texto litúrgico, sino que había adaptado sus palabras a la melodía del salmo. Así, le gritaba a un hombre llamado Lukas porque hacía mucho tiempo que debería haber reparado la valla. Después cantó sobre una balsa que él mismo construy ó en su día en el lago Vänern, pero no tardó en volver a maldecir a Lukas, y Bengler concluy ó que o bien estaba loco, o bien estaba borracho. Aun así, allí se sentía totalmente seguro. Pese a todo, había sobrevivido. Había llegado a algún sitio. El imán lo había dejado libre. Había alcanzado un punto desconocido en el que había personas. Un fragmento de Suecia, algo que él pudiese reconocer. Sus propios ronquidos lo despertaron por la noche. Andersson dormía enroscado sobre una piel de cebra junto a un candil encendido. Bengler se bajó con cuidado de la hamaca, pues tenía que ir a orinar. Fue tanteando en la oscuridad en busca de una puerta o de una cortina y, sin saber cómo, se encontró de pronto fuera de la casa. Varias hogueras ardían a lo lejos. La gente hablaba en voz alta, se entreveían sombras aquí y allá, un niño lloraba, pero sin angustia. Se estremeció por el frío y el viento de la noche. Después orinó. Como de costumbre, fue dibujando unas cifras con el chorro de orina. En esa ocasión, un cuatro y un nueve. Llegó a la mitad de un ocho, pero se le acabó. Cuando volvió a entrar, Andersson y a estaba despierto. Lo encontró sentado