EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 37
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Wilhelm Andersson le dio la bienvenida a Bengler. Le estrechó la mano con
tal fuerza que Bengler temió que quisiera rompérsela. Después, Andersson se
quitó la camisa, se dio la vuelta y le pidió a Bengler que le rajase un quiste que
tenía justo entre los omoplatos y, por tanto, inaccesible para él. Bengler miró la
hinchazón y recordó enseguida el día en que se desmay ó en el laboratorio de
anatomía. Nervioso, se pasó la mano por la cicatriz que le había quedado por
encima de la ceja.
—Será mejor que no lo haga. No soporto la sangre.
—No saldrá sangre, pero sí una pus de color amarillo verdoso, y quizás algún
que otro gusano o larvas de mosca.
Andersson escupió en un cuchillo con el puño de marfil y se lo dio a Bengler.
Tenía la espalda llena de extrañas llagas y protuberancias, como si el paisaje del
desierto le hubiese grabado su presencia en la piel.
—Jamás he rajado un quiste —advirtió Bengler.
—Pon la punta en el centro y presiona. Cuando se abra, cortas hacia abajo. Y
vuelve la cara para que no te salpique en los ojos.
Bengler colocó la punta en el centro de la superficie amoratada del quiste,
cerró los ojos y apretó. Después los entreabrió un poco y cortó hacia abajo. Una
masa viscosa empezó a chorrear por la espalda de Andersson.
—Coge la toalla y límpialo. Luego vamos a comer.
Aún sin poder mirar, Bengler limpió la pus de la espalda y dejó caer la toalla
en el suelo. Ya empezaba a salir sangre de la herida. Andersson le dio un trozo de
tela blanca.
—Aplícalo sobre la herida. Se quedará pegado. Y no se moverá. El sudor lo
fija.
Bengler tragaba saliva para no vomitar. Andersson se puso la camisa y se la
abrochó mal, de modo que uno de los faldones colgaba más bajo que el otro,
pero no se molestó en corregirlo.
Y entonces Bengler se dio cuenta de que Andersson apestaba de una forma