EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 36
jornadas del fin, del momento en que no les quedaría ni comida ni agua, Amos
cay ó víctima de unas fiebres. Se vieron obligados a permanecer donde estaban
durante veinticuatro horas. Amos deliraba, se lamentaba como un niño, y
Bengler estaba convencido de que pronto se vería obligado a enterrar al primer
participante de la expedición. A la mañana siguiente, sin embargo, la fiebre había
desaparecido de la misma forma repentina en que se presentó.
Continuaron. Poco antes del alto del mediodía, el otro boy ero se puso a agitar
los brazos ansioso y a señalar un punto al oeste de su camino. A Bengler le llevó
un buen rato divisar lo que había visto el boy ero. En un primer momento, solo le
pareció que la arena temblaba. Pero después divisó una zona arbolada y unas
casas. De pronto, oy ó relinchar a un caballo. Los buey es respondieron con sus
mugidos de hastío.
Y Bengler se echó a llorar. Se dio la vuelta para que ni Amos ni el otro boy ero
vieran su debilidad.
Se repuso tras unos minutos, se enjugó las lágrimas y apremió a los buey es
en otra dirección. Por primera vez tenía un objetivo.
Mucho después, intentó en vano evocar lo que había pensado o sentido en el
momento en que descubrieron las casas y oy eron relinchar al caballo, pero lo
único que recordaba era un vacío de alivio.
Llegaron poco antes de las tres de la tarde.
En la escalinata de la más grande de las casas había un hombre que los
esperaba. Le faltaban dos dedos de la mano derecha.
Y se presentó como Wilhelm Andersson, en un sueco perfecto.
No le cupo la menor duda de que Hans Bengler era sueco.
Solo los zapateros suecos eran capaces de fabricar el tipo de botas de piel que
él llevaba.