EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 21
Karlstad. Se marchó de Suecia tan pronto como pudo y, sin saber cómo, llegó a
Ciudad del Cabo, donde se alegraba de haber podido ver más de una piel de oso
al convertirse en cónsul de Suecia y de Noruega.
A última hora de la tarde, los dos empezaron a estar bastante ebrios.
Wackman pidió su coche para recorrer la empinada cuesta que los conduciría a
su burdel, un pequeño edificio bajo de cemento. Mujeres negras y medio
desnudas se confundían allí dentro con la penumbra en una serie de habitaciones
de techo bajo que despedían un fuerte olor a especias desconocidas. Wackman no
tardó en desaparecer y Bengler se vio rodeado de pronto de serpientes negras:
brazos, piernas, pies y vientres de mujer. Se dejó arrastrar por la nebulosa de la
ginebra sin saber si era la goleta de Robertson la que se hundía hacia el fondo del
mar o si era más bien la nave que él llevaba en su interior.
Al día siguiente se despertó en el suelo de una habitación con la única
compañía de un velo que descubrió junto a su cabeza. Se obligó a ponerse de pie
y descubrió una araña azul que, en ese preciso momento, se afanaba en tejer su
intrincada tela en uno de los rincones. De pronto recordó cuál era su objetivo y
recorrió el burdel, donde todos parecían dormir, en busca de Wackman, al que
halló tumbado en una vieja mecedora. Pese a que Wackman dormía
profundamente, tuvo la sensación de que el cónsul lo esperaba. Cuando Bengler
se colocó tras él, el hombre dio un respingo.
—Necesito nueve días —aseguró—. Y todo el dinero o el oro que lleves en la
bolsa que sobresale bajo tu camisa y que, por cierto, está tan sucia que deberías
lavarla. Nueve días, ni uno más. Después podrás irte. Y jamás volveré a verte.
Pero me gustaría darte un consejo para el futuro.
—¿Cuál?
—El pianoforte.
—¿El pianoforte?
—Está de moda en Inglaterra. Y esa moda se extenderá por todo el
continente. Las jóvenes damiselas tocan el piano. Teclas negras y blancas. Para
esos pianos se necesitan teclas. Y para las teclas, colmillos de elefante.
Bengler comprendió el mensaje. Wackman quería sugerirle que se dedicase a
la caza de elefantes.
—Ya, pero y o vine aquí en busca de animales pequeños, no de los grandes.
—Allá tú si mueres —le respondió Wackman—. Nadie te echará de menos,
nadie te recordará.
En cualquier caso, Wackman, cuy o nombre de pila era Erasmus, cumplió su
palabra. Al noveno día todo estaba listo. A falta de otra cosa, Bengler le dejó la
dirección de la sirvienta de Hovmantorp. Por si moría. La mujer debía meter la
carta en la boca de su padre, entre sus chirriantes mandíbulas; de ese modo se
borraría su último recuerdo.