EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 146

quedó en el suelo, como un pájaro sin vida. Padre se sentó en la maleta y se secó el sudor de la frente. —Cuando todo hay a pasado, te lo explicaré —aseguró—. De momento, acabamos de empezar una nueva vida. Debemos interponer una distancia entre nosotros y cuanto ha ocurrido hasta ahora, lo antes posible. Volvemos a atravesar el desierto y, para que podamos llegar a nuestra meta, tienes que hacer lo que y o te diga. Daniel aguardaba a que continuase. Seguía sin comprender qué había ocurrido. —Intentarán dar conmigo —prosiguió Padre—. Saben que viajo contigo. Y tú eres negro, así que he de hacer lo que voy a hacer. Te envolveré la cabeza en estos jirones y dejaré unos agujeros solo para la boca, la nariz y los ojos. Has sufrido graves quemaduras en un incendio. Debes llevar las manos siempre en los bolsillos. Te pondré un sombrero. Así, nadie verá que eres negro y no podrán encontrarme. Padre no esperó respuesta, sino que comenzó sin más a vendar la cabeza de Daniel, pero a este le dio enseguida la sensación de que Padre lo estaba ahogando y comenzó a tirar de los jirones para quitárselos. —¡No hago más que lo que tengo que hacer! —gritó Padre—. Serán solo unos días. Hasta que dejen de seguirnos. Yo salvé tu vida una vez, así que haz esto por mí. Daniel vio entonces que Padre no solo estaba asustado y sudoroso, sino que además tenía los ojos llenos de lágrimas. Y dejó de tironear de los jirones. No importaba lo que hubiese ocurrido, ahora debía ay udarle. No había otra salida. Con un pequeño cuchillo que Padre guardaba entre sus cepillos y peines, abrió los agujeros para los ojos, la nariz y la boca. —Mete las manos en los bolsillos —le dijo. Daniel obedeció. —Bajo todas esas vendas, nadie puede imaginar que eres negro. Bien, ahora tenemos que irnos. Y emprendieron el camino. Daniel notó que empezaba a picarle la cara bajo tanto trapo. Padre caminaba muy aprisa, con la maleta en la mano. Resoplaba cansado y, a veces, tenía que parar para recobrar el aliento. Ya había amanecido y el cielo aparecía cubierto de pesadas nubes. —Con tal de que no se ponga a llover… —comentó Padre—. Porque si lo hiciera, se me iría la cabeza. Daniel no respondió. No podía hablar. Podía respirar por los agujeros, pero no mover los labios. El bosque iba aclarándose y no tardaron en encontrarse en campo abierto. De vez en cuando, Padre se detenía a recobrar el resuello, pero sin dejar de aguzar el oído y darse la vuelta para mirar atrás. Daniel seguía sin saber quién los