EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 14
descompuesto, calvo, con la piel colgando fláccida e incapaz de reconocer a su
hijo. Era un muerto viviente, las mandíbulas trabajaban como vanas piedras de
molino, le chirriaba el esqueleto, el corazón jadeante como el fuelle de un
herrero; y Bengler pensó que su peregrinaje al hogar de su niñez era como entrar
en una pesadilla. Pese a todo, se sentó un rato a hablar con su desquiciado padre.
Después entró en la casa, donde encontró a la sirvienta, que se alegró de verlo y
poco más, le preparó la cama en su antigua habitación y le dio de comer.
Mientras la mujer trajinaba en la cocina, él recorrió la casa y fue guardándose la
plata que aún quedaba. Sabía que se estaba llevando la herencia de forma
anticipada, consciente de que llegaría al desierto africano como un investigador
de insectos muy pobre.
Pasó la noche en vela. La sirvienta solía ir a buscar a su padre al atardecer
para acomodarlo en un sofá que había en la planta baja. En algún momento de la
noche bajó para observar a su padre oculto entre las sombras. El hombre dormía,
pero sus mandíbulas seguían trabajando. De repente, algo conmovió a Bengler,
un dolor que lo sorprendió y lo movió a acercarse al padre y acariciarle la
despoblada cabeza. En ese instante, en ese roce, tuvo lugar la despedida. Fue
como si y a viese el ataúd hundiéndose en la tierra.
Después aguardó despierto hasta el alba, tendido en la cama. Fue una espera
sin contenido, sin desasosiego, sin sueños, como si fuese una losa plana y fría por
dentro.
Partió antes de que se despertase la sirvienta.
Tres días más tarde llegó a Lund. Ya la primera semana cruzó el estrecho
para vender la plata en Copenhague. Tal y como sospechaba, no obtuvo mucho
dinero. Lo único por lo que le pagaron un buen precio fue una petaca que había
pertenecido al pariente al que l