EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 13
huele a moho sea uno de los que saben cerrar el pico» .
Y después se murió el caballo.
De pronto se detuvo en mitad del paso, hizo amago de ir a encabritarse, como
si se hallase frente a un enemigo invisible, y cay ó a tierra. El comerciante no
pareció sorprendido.
—Me engañaron —declaró sin más—. Siempre hay alguien que me vende un
caballo aduciendo un sinfín de falsedades. Lo único que jamás aprenderé a
evaluar son precisamente los caballos.
Se despidieron sin grandes miramientos. Hans Bengler tomó su morral
dispuesto a caminar los últimos diez kilómetros hasta Hovmantorp. Puesto que se
había convertido en un hombre dedicado a los insectos, se detenía de vez en
cuando a examinar a algún que otro bicho mientras se preparaba para el
encuentro con su padre. Poco antes de llegar a Hovmantorp empezó a llover. Se
cobijó en un cobertizo, se masturbó un rato mientras pensaba en Matilda, que era
su puta y que trabajaba en un burdel al norte de la catedral. La tormenta tardó
unas horas en amainar. Aguardó sentado contemplando el negro cielo mientras se
le secaba el miembro; pensó que las nubes eran como una caravana y se
preguntó cómo sería vivir en un desierto, donde casi nunca llovía.
¿Por qué se había decidido por el desierto?
Lo ignoraba. Cuando estudió los mapas, pensó en primer lugar en
Sudamérica, pero las cadenas montañosas lo atemorizaban, pues le disgustaba
verse en las alturas. Jamás se había atrevido a subir a la torre de la catedral para
contemplar desde allí los sembrados. La sola idea le producía vértigo. De modo
que sus opciones se hallaban entre las grandes llanuras del reino mongol, los
desiertos árabes y la blanca extensión al suroeste de África. Su decisión final se
debía sin duda al alemán. Lo hablaba después de haber recorrido tierras
germanas con un amigo unos años antes. Llegaron hasta el Tirol. Allí, su
compañero de viaje se vio repentinamente aquejado por unas fiebres de las que
no tardó en morir entre vómitos; él se apresuró a volver a casa. Pero para
entonces y a había aprendido alemán.
Mientras estaba sentado en el cobertizo con el miembro viril en la mano,
pensó que en realidad era un aprendiz, un enviado del fallecido maestro Linneo;
pero además pensó que, en el fondo, no era en absoluto idóneo para el cometido.
Por ejemplo, soportaba mal el dolor físico, no era especialmente fuerte y el
estruendo solía amedrentarlo. Tan solo una cualidad podía contarse como una
ventaja, su tozudez. Y al amparo de la tozudez, crecía la vanidad: en algún lugar
encontraría una mariposa o quizás una mosca que no existiese aún en los
catálogos de botánica, y le daría su nombre.
Después emprendió el camino a casa. Cuando cruzó agachado el seto, halló a
su padre empapado, sentado en el cenador. Le temblaban las mandíbulas, parecía