A él era a quien quería más el gigante, porque le había abrazado y
besado.
- No sabemos -respondieron los niños- se ha ido.
- Decirle que venga mañana sin falta -repuso el gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y hasta
entonces no le habían visto nunca. Y el gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes a la salida del colegio venían los niños a jugar con
el gigante, pero éste ya no volvió a ver el pequeñuelo a quien quería
tanto. Era muy bondadoso con todos los niños, pero echaba de
menos a su primer amiguito y hablaba de él con frecuencia.
- ¡Cómo me gustaría verle! -solía decir.
Pasaron los años y el gigante envejeció y fue debilitándose. Ya no
podía tomar parte en los juegos; permanecía sentado en un gran
sillón viendo jugar a los niños.
- Tengo muchas flores bellas -decía- pero los niños son las flores
más bellas.
Una mañana de invierno, mientras se vestía, miró por la ventana. Ya
no detestaba el invierno; sabía que no es sino el sueño de la
primavera y el reposo de las flores.
De pronto se frotó los ojos, atónito, y miró con atención. Realmente
era una visión maravillosa. En un extremo del jardín había un árbol
casi cubierto de flores blancas. Sus ramas eran todas de oro y
colgaban de ellas frutos de plata; bajo el árbol aquél estaba el
pequeñuelo a quien quería tanto.
El gigante se precipitó por las escaleras lleno de alegría y entró en el