Gentileza de El Trauko
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Nuestros pensamientos varían tan poco como nosotros mismos. Forman un círculo
perpetuo, que va de los judíos a los alemanes, y de los alimentos a la política. Entre
paréntesis, hablando de judíos, ayer, por entre las cortinas, vi pasar a dos: yo estaba muy
triste, tenía la sensación de traicionar a esa gente y de espiar su desgracia. Exactamente
delante de nosotros hay una barca habitada por un barquero y su familia, con su perrito: no
conocemos del perro más que sus ladridos y su colita enroscada, que divisamos
sobresaliendo de la borda, cuando él da vueltas por el desembarcadero.
Ahora que la lluvia persiste, la mayoría de la gente anda oculta bajo su paraguas.
No veo más que impermeables, y a veces una nuca debajo de una gorra. Casi no vale la
pena mirar a nadie. Ya he visto bastante a esas mujeres abotargadas por las papas, vestidas
con un abrigo verde o rojo, los tacones gastados, la bolsa al brazo. Algunas tienen el rostro
bondadoso, otras se muestran ceñudas, lo cual depende del humor de sus maridos.
Tuya,
ANA
Martes 22 de diciembre de 1942
Querida Kitty:
Todo el mundo en el anexo se regocija con la novedad: tendremos cada uno 125
gramos de mantequilla para Navidad. El diario anuncia 250 gramos, pero esa ración está
reservada a los privilegiados que obtienen sus tarjetas del Estado, y no a los judíos ocultos
que sólo pueden pagar cuatro tarjetas ilegales en lugar de ocho.
Todos vamos a amasar con nuestra ración de mantequilla. Esta mañana he
preparado bizcochos y dos tortas. Hay mucho que hacer arriba, por eso mamá me ha dicho
que no debo ir allí a realizar mis tareas o leer, hasta que se haya terminado el trabajo de
casa.
La señora Van Daan guarda cama a causa de su costilla lastimada: se queja todo el
día, hace renovar sus compresas y no se contenta con nada. Me gustaría volver a verla de
pie y en sus cosas. Hay que hacerle justicia: es muy activa y ordenada; mientras goza de
buena salud física y moral, hasta se muestra buena compañera.
Porque se me dice "¡chis, chis!" todo el día cuando hago demasiada bulla, mi
compañero de alcoba se permite lanzarme sus "¡chis, chis!" durante la noche. ¿Es que ya
no tengo el derecho de darme vuelta en la cama? Me niego a hacerle caso, y tengo la firme
intención de devolver un "¡chis, chis!" la próxima vez.
Me hace rabiar, sobre todo el domingo, cuando enciende la luz a la mañana
temprano para hacer gimnasia. Eso dura —me parece a mí— horas y horas, porque
desplaza constantemente las sillas que coloco a la cabecera de mi cama para alargarla, bajo
mi cabeza todavía dormida. Después de haber terminado sus ejercicios de ablandamiento,
agitando violentamente los brazos, el caballero empieza a arreglarse, yendo ante todo a la
percha para buscar sus calzoncillos. Ida y vuelta. Lo mismo para su corbata, olvidada sobre
la mesa, chocando, como es natural, cada vez contra mis sillas.
Pero, ¿para qué aburrirte con mis viejos señores insoportables? Mis quejas no harán
cambiar las cosas. En cuanto a mis medios de venganza, tales como desenroscar la
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