Gentileza de El Trauko
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lámpara, cerrar la puerta con llave, esconder sus ropas, renuncio a ellos para que reine la
paz.
¡Oh, me he vuelto muy razonable! Aquí se necesita buen sentido para todo: para
aprender a escuchar, para callarse, para ayudar, para ser amable y quién sabe para qué más
aún. Temo abusar de mi cerebro, ya de por sí no demasiado lúcido, y que no quede nada de
él para después de la guerra.
Tuya,
ANA
Miércoles 13 de enero de 1943
Querida Kitty:
Esta mañana me he sentido nuevamente conmovida por todo lo que sucede, de
manera que me fue imposible acabar nada en forma conveniente.
El terror reina en la ciudad. Noche y día, transportes incesantes de esas pobres
gentes, provistas tan solo de una bolsa que llevan al hombro y un poco de dinero. Estos
últimos bienes les son quitados en el trayecto, según dicen. Se separa a las familias,
agrupando a hombres, mujeres y niños.
Los niños, al volver de la escuela, ya no encuentran a sus padres. Las mujeres, al
regresar del mercado, hallan sus puertas selladas; se encuentran con que sus familias han
desaparecido.
También les toca a los Cristianos holandeses: sus hijos son enviados
obligatoriamente a Alemania. Todo el mundo tiene miedo.
Centenares de aviones vuelan sobre Holanda para bombardear y dejar en ruinas las
ciudades alemanas; y a toda hora, millares de hombres caen en Rusia y en África del Norte.
Nadie está al abrigo, el globo entero se halla en guerra, y aunque los Aliados lleven
ventaja, todavía no se ve el final.
Y nosotros, sí, nosotros estamos bien, mucho mejor, huelga decirlo, que millones
de otras personas. Nosotros estamos aún a resguardo y gastamos el dinero que pretendemos
nuestro. Nosotros somos a tal punto egoístas que nos permitimos hablar de la posguerra,
regocijándonos con la perspectiva de adquirir ropas y zapatos nuevos, cuando deberíamos
economizar cada centavo para salvar a los afligidos después de la guerra, o, al menos, todo
lo que quede por salvar.
Los niños pasean por aquí vestidos con camisa y zuecos, sin abrigo, ni gorra, ni
calcetines, y nadie acude en su ayuda. No tienen nada en el vientre, y, royendo una
zanahoria, abandonan sus casas frías para salir al frío, y llegar a una clase más fría aún.
Muchos niños detienen a los transeúntes para pedirles un trozo de pan. Holanda ha llegado
a eso.
Podría seguir durante horas hablando de la miseria acarreada por la guerra, pero eso
me desalienta todavía más. No nos queda sino aguantar y esperar el término de estas
desgracias.
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