Gentileza de El Trauko
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Dussel empezó a hurgar en uno de los agujeritos. Pero no pudo proseguir. La señora
tomada de improviso, agitó brazos y piernas hasta que Dussel soltó bruscamente su
pequeño gancho..., que quedó prendido de la muela de la señora.
¡Entonces empezó un lindo espectáculo! La señora Van Daan lanzó los brazos en
todas direcciones, gritando (en la medida de lo posible, con tal instrumento en la boca) y
tratando de arrancar el pequeño gancho, que se había hundido todavía más. Muy tranquilo,
el señor Dussel observaba la escena con los brazos cruzados. Los demás espectadores eran
sacudidos por una risa loca. Esto era estúpido, pues estoy segura de que yo hubiera
chillado más fuerte que ella. Después de muchas contorsiones, golpes, gritos y chillidos, la
señora terminó por arrancarse el gancho, ¡y el señor Dussel continuó su trabajo como si
nada hubiera sucedido! Se desempeñó tan rápidamente, que la señora Van Daan no tuvo
tiempo de recomenzar sus contorsiones, gracias a la manera en que fue secundado. Dos
ayudantes, el señor Van Daan y yo, resultaron valiosos. Todo ello me hizo pensar en un
grabado medieval que lleva esta leyenda: "Sacamuelas trabajando".
Por fin, a la paciente se le acabó la paciencia; tenía que atender su sopa y el resto de
la comida. De una cosa estoy segura: ¡no se ofrecerá ya, tan pronto, como paciente en el
consultorio de nuestro dentista!
Tuya,
ANA
Domingo 13 de diciembre de 1942
Querida Kitty:
Estoy cómodamente instalada en la oficina del frente, y puedo mirar hacia afuera
por la rendija de la espesa cortina. Aunque ya está anocheciendo, tengo todavía bastante
luz para escribirte.
Resulta extraño ver pasar a la gente. Me parece que todos tienen prisa y que a cada
instante van a chocar contra sus propios pies.
En cuanto a los ciclistas, a la velocidad que van ni siquiera puedo distinguir si son
hombres o mujeres.
La gente de este barrio es típicamente popular y en su mayor parte se ve pobre, en
especial los niños, que están muy sucios: no los tocaría ni con pinzas. Verdaderos hijos del
arrabal, con la nariz siempre chorreante; hablan una jerga apenas comprensible.
Ayer en la tarde, cuando Margot y yo tomamos aquí nuestro baño, le dije:
—Si pudiéramos atrapar a esos chicos que pasan por aquí, uno detrás de otro, darles
un baño, lavarlos, cepillarlos, zurcirles la ropa y dejarlos en seguida...
Margot me interrumpió:
—Los verías mañana lo mismo de sucios, y con idénticos harapos.
Pero digo tonterías, hay otras cosas que ver: autos, barcos y la lluvia. Me gusta, en
particular, escucha el rechinar del tranvía al pasar frente a la casa.
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