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E L D IARIO DE A NA F RANK
Querida Kitty:
Koophuis ha vuelto, gracias a Dios. Está todavía bastante
pálido, pero ya se ha puesto en marcha, lleno de ánimo,
encargándose de vender ropas por cuenta de Van Daan. Estos
andan cortos de fondos, resulta desagradable, pero es así. La señora
tiene abrigos, vestidos, calzado para revender, pero no quiere
deshacerse de nada, mientras que el señor no logra vender ni un
traje porque pide un precio demasiado elevado. No se sabe en
qué terminará todo esto. La señora no tendrá más remedio que
desprenderse de su abrigo de piel. La disputa entre marido y mujer
sobre el asunto ha sido violentísima; ahora asistimos a la fase de
reconciliación: ¡Oh, querido Putty!» y « ¡Kerli adorada!
La cabeza me da vueltas todavía al pensar en las injurias que
aquí se lanzan desde hace un mes. Papá no abre la boca. Cuando
alguien se dirige a él, se muestra huraño, como si temiera tener
que intervenir en un nuevo litigio. Los pómulos de mamá están
rojos de emoción. Margot se queja de dolores de cabeza. Dussel,
de insomnio. La señora Van Daan se lamenta todo el día, y yo
estoy enloqueciendo del todo. En verdad, termino por olvidar
con quién habíamos regañado y con qué persona hemos hecho
las paces.
Sólo el estudio me aleja de esos pensamientos, y por lo tanto
le dedico mucho tiempo.
Tuya,
ANA
Viernes 29 de octubre de 1943
Querida Kitty:
Otra resonante gresca entre el señor y la señora Van Daan.
Cuestión financiera. Los Van Daan se han comido su dinero, ya
te lo adelanté. Hace algún tiempo, el señor Koophuis habló de
un amigo que trabaja en el comercio de pieles; el señor Van Daan
tuvo entonces la idea de vender un abrigo de pieles de su mujer
enteramente de conejo, y ya llevado por ella durante diecisiete
años. Han obtenido por él 325 florines, lo que es un precio enorme.
La señora hubiera querido guardarse para ella ese dinero, con el
fin de poder comprar ropa nueva después de la guerra. Le costó
mucho trabajo a su marido hacerle comprender que de esa suma
había necesidad urgente para el hogar.
No puedes imaginar qué alaridos, qué gritos, qué injurias y
qué accesos de cólera. Fue horrible. Nosotros nos situamos al
pie de las escalera, conteniendo la respiración y preparados para
subir a separar a las furias. Todo eso repercute en el sistema
nervioso y causa tal tensión, que por la noche, cuando me acuesto,
lloro y agradezco al cielo que puedo contar con una media hora
para mí sola.
El señor Koophuis está nuevamente ausente, su estómago
no le da tregua. Ni siquiera sabe si la hemorragia ha sido bien
contenida. Por primera vez le hemos visto deprimido cuando
nos anunció que se iba a su casa porque no se sentía bien.
En cuanto a mí, la única novedad es que no tenga nada de
apetito. Constantemente oigo decir: «¡Qué mala cara tiene!». Te
confieso que hacen lo indecible para que mi salud no flaquee; me
dan glucosa, aceite de hígado de bacalao y tabletas de levadura y
calcio.
Mis nervios me juegan malas pasadas: estoy de un humor
espantoso. La atmósfera de la casa es deprimente, soñolienta,
aplastante, sobre todo el domingo. Afuera, ningún canto de pájaro;
adentro, un silencio mortal y sofocante planea sobre personas y
cosas, y pesa sobre mí como si quisiera arrastrarme a
© Pehuén Editores, 2001.
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