Hacía cinco años que ella e Iván se habían mudado a la casa de campo. Fue Evelina quien demoró la decisión, a pesar de haber sido ella la que lo propusiera. Tenía miedo de sí misma. Sabía que había una condición feroz en la llanura y que esa ferocidad cambiaría las dimensiones de lo que se llevara consigo. Sin embargo, enseguida se enamoró de la posibilidad de mirar de lejos. Convirtió la geografía en tiempo. Se sentía una maga adivinando el futuro. Y el futuro era un punto blanco que iba acercándose a la casa hasta convertirse en conejo. Siempre y cuando fuera antes del atardecer. Después de esa hora, no contaba más que consigo y debía acercarse a las cosas con el ojo miope de siempre.
La decisión implicaba irse y no tener que volver. Irse y no necesitar demasiado ni que la necesitaran, excepto Iván. De modo que implicaba también elegir que nunca nadie la llamara mamá. Llegó al campo esperando algo solo de la tierra: que le repitiera lo que la madre de la niña perversa del cuento de Clarice le dice a la otra niña: « Te quedas con el libro todo el tiempo que quieras » y que el libro también fuera un té con galletitas de limón, un jardín, el fresco de la parra, un sillón hamaca en la galería o una ventana. Pero para eso era necesario parir la propia vida y matar las mañas coleccionadas en la ciudad. A Iván, en cambio, le alcanzaban el silencio de la noche y los domingos enteros mirando los ojos de los perros o las diminutas flores azules que crecen espontáneas entre el césped.
Durante todo el año previo a la mudanza, Evelina gestó su vida: organizó lo que sería su forma de ganarse el pan desde el campo y eligió dónde descansaría los ojos el resto del día. Renunció a los trabajos en la ciudad y se concentró en el oficio de hacer traducciones particulares o para alguna editorial y, sólo cuando el pan se ponía duro, aceptaba hacerlas para algunas empresas. Una vez instalada, se ocupó de abastecer el sótano con quesos, fiambres y vinos; las alacenas con harina, huevos, grasa y azúcar y la biblioteca con más libros. Las frutas y las verduras se las ofrendaban la tierra y la lluvia. Y la casa le daba la ventana desde la que siempre quiso mirar el mundo. Ahí estaba su vida, aprendiendo a caminar.
Al principio volvía al pueblo casi todos los días, porque todavía creía que necesitaba algo, aunque a veces no supiera qué. Al cabo de un año, se limitó a movilizarse los miércoles. Ese día asistía un taller de filosofía y a otro de dibujo, aprovechaba para visitar brevemente a alguna amiga y para comprar cualquier cosa que les hiciera falta: clavos, sogas, lápices, cuadernos. Pero a medida que fueron pasando los años, apenas arrancaba la camioneta, sentía que algo le ataba las manos y los pies. El campo también sabía exigir, encantar y mentir. Y parecía que también sabía seleccionar a sus víctimas o a sus queridas. Con Iván no podía. Él tenía la liviandad suficiente como para ser feliz en cualquier lado.
Una tarde de la quinta primavera sonó el teléfono de Evelina. El número era desconocido, la característica también, la voz no. Era Lila, su amiga de la infancia. Evelina sintió que se le llenaba el cuerpo de conejos, como en el cuento de Cortázar.
—¡ Eve, tanto tiempo! Me volví loca buscando tu número. Al final, conseguí el fijo de Paulina, que todavía vive allá. Ella me pasó el tuyo.—¡ Lila, Lila!—, repetía ella fuera del tiempo.— El mes próximo tengo que viajar a Argentina. Quiero verte. Hace tanto …— Treinta años, pronunció volviendo al presente.— Me contó Paulina que te mudaste al campo.— Sí. Vení a casa. Podés quedarte todo el tiempo que quieras.—, dijo, como adelantándole el mejor regalo que se le ocurrió en ese momento.— El dos de octubre estaré allá.— Cuando llegues al pueblo, llamame y te voy a buscar a la plaza.
Para ese encuentro en esa plaza, faltaban dos semanas. Evelina comenzó por cuidar el jardín. Quitó las hojas secas de cada planta, les puso fertilizante para que también ellas esperaran a Lila, lavó todos los almohadones de la casa y les devolvió su condición mullida a cada relleno, compró más vinos y granos de café y no se olvidó de las almendras con cáscara.
El primero de octubre la casa se llenó del olor noble del pan. Iván la ayudó a prender la leña para el horno de barro cuando volvió del trabajo, y asó las cebollas con las que rellenarían algunos de los panes. Las masas estaban leudando, ella también. Sentía en el vientre la ansiedad de todo viaje de regreso a un lugar que el tiempo ha empequeñecido pero no ha logrado demoler.
El día y los panes recién horneados empezaban a replegarse. Evelina sintió la urgencia de cerrar todas las ventanas de la casa. Lo hizo como quien se protege de una lluvia
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