El Corán y el Termotanque | Cuarto Número | Page 3
Editorial:
Paisajes
En el paisaje hay rumores, ecos y silbidos de un aire vivo
que lo puebla, enésimas partículas que tienen ellas mismas un paisaje en su interior, soplado por un aire. Un
mundo donde entran muchos mundos, ya lo escuchamos,
lo podemos seguir diciendo, ahora más que nunca. Ante
la sugerencia de un mundo limitado, calculado, perfectamente técnico, exclusivo para los expertos. Un mundo
habitable para el que lo merece, que se compra y se vende,
tarjetas de acceso. Vivir, beber, estar, imaginar paisajes es
una necesidad. Pensar para eso un mundo grande, repleto,
múltiple, inenarrable. Sin determinaciones, paisaje de lo
indeterminado.
Un paisaje vivo en el que conviven varios, se absorben,
explotan o se aplastan unos a otros, se llenan de humo o
de agua, se fortalecen o hidratan. Es sentimental: romanticismo paisajístico. Pero eso no nos salva de su aleatoriedad,
del tranco denso de la historia de esos paisajes minúsculos,
dibujados sobre la uña del pie, en las vetas en la cara, los
dientes y ligamentos, el peso del hecho o de una inmensidad abrigadora. Paisajes fértiles, reproductivos, sincrónicos, diacrónicos, simultáneos, intermitentes, repetidores,
también caóticos e incontenibles, fugaces, más o menos
intensos o recordables o dignos de fantasía. Escribibles, a
fin de cuentas.
El paisaje es algo superador, que aprieta o refresca. Tiene
sus consecuencias, llegado el caso. Se formaron especialistas sobre cómo tratarlos. Paisajismo urbano, una bala, un
cuerpo que la recibe en cualquier calle o descampado o canchita, y el verdugo agitado. Cosas que pasan, que van en el
paisaje. Un paisaje tan muerto como el cadáver. Cobra vida
sólo cuando la víctima recuerda su nombre, el verdugo se
hace agente de la ley y la bala, un instrumento sistemático.
Entonces es un búnker, la comisaria, el río y una víctima.
Célebres historias de amor y de muerte, traiciones,
reencuentros, desahucios, abandonos y hechizos pululan
el ambiente, están, flotan en las calles, se aparecen ante los
ojos de los que pasan y miran, se quedan también flotantes, habitantes del paisaje. La ciudad, desde su ombligo de
cemento, es un paisaje cerrado; más allá, se extienden los
campos, van emergiendo los pueblos. Ciudad y pueblos,
instancias del paisaje ampliado. Unos y otros, llegado el
caso, viven como desconociéndose, sin saber casi lo que
sucede más allá, menos que acá.
Una asamblea popular, un cabildo abierto, otras irrupciones del paisaje, fogonazos de la historia, alumbramiento y llama subsiguiente. Se los recuerda, se los recrea
o repiensa. Hay quienes quieren reducirlo todo a una sola
imagen. Un fotograma quieto, que se precipita, modales
para existir. Andar es, así, seguir un itinerario. Responder
a mandatos, obedecer normativas, complacer exigencias.
El paisaje se fosiliza, se hace de piedra dura y se tiene que
cargar, arrastrarlo de punta a punta. Caminar es agobiante,
pesa el cuerpo y pesa el paisaje, más allá del calor o del frío.
La temperatura depende de la intensidad de ese paisaje
único, forma idónea.
Esos son nuestros paisajes. Uno que se sienta apenas termina la ciudad y empieza el parque, la reposera cerca del
asfalto, de espaldas al río, mirando la ciudad para no olvidarla del todo. Quiere pero no la cosa, el mundo todavía
cuadrado. Esas viejas paranoicas, miedosas, modosas, sospechando, especulando, temiendo. Madres e hijas saliendo
y entrando a los comercios de la peatonal, apuradas, ansiosas. Cuatro porros prensados en el bolsillo comprados en
la peluquería, los porrones en una bolsa negra después de
las once, un papel doblado que se pasa de manos en el baño
de un bar, un ejecutivo cenando en un restaurant costeño,
champán y postre sofisticado, que se rasca la nariz cada diez
segundos, el arbolito susurrando «cambio» con las manos
en los bolsillos, el policía que libera una zona y recibe una
parte, los sobres que salen de adentro del saco, las invitaciones para cenas, fiestas, entradas vip, arreglos con el paisaje.
La ciudad tiene sus muertos, sus vivos, sus cínicos, sus
zonzos, sus borrachos, sus castigados, sus premiados, sus
perdidos, sus vencedores, sus derrotados, también oficinas, distritos, bulevares, parques, baldíos, boliches, salones
barriales, zonas, bandas, edificios, casitas, locales, lugares
donde se forman paisajes, espacios y tiempos, imágenes que
surgen y se clavan en ella. Se crea y recrea, entra en disputa.
Quién, cómo y dónde la puebla, para qué. O, en este caso,
cuándo se las escribe.