El Corán y el Termotanque | Cuarto Número | Page 33

pañero, le mostró las dos granadas y antes de quitarles el seguro le ordenó que huyera. Éste, congelado por el horror, no pudo más que acatar el mandato y escapar por la segunda salida del edificio. Aún la madrugada tenía un par de horas de vida. La calle, desierta y solitaria, lo obligó a encontrar rápidamente un nuevo escondite. La búsqueda urgente incendió a las pulsaciones que sonaban como péndulos golpeando un mismo gong. Un baldío desprolijo apareció tras la esquina y sosegó el pavor, hasta que un trueno enorme se comió la noche. Las granadas y el arrojo de Santika le habían salvado la vida.
El diario lo decía clarito: « Abaten a terroristas subversivos en enfrentamiento », la bajada del título explicaba que no había muerto afortunadamente ningún oficial, pero que se sospechaba que un cuarto cómplice había huido con armamento. Había, además, una módica suma como recompensa, aunque no se precisaban nombres ni detalles físicos que pudieran comprometerlo. Dos semanas más tarde, estaba en un colectivo a Chascomús.
Allí podría quedarse por algunos meses porque el revuelo capitalino era demasiado peligroso y arriesgarse después de la muerte de sus compañeros sería un error infantil. En su nuevo destino lo esperaba María Inés, la Turca, una amiga de la militancia en la Universidad de Buenos Aires que le había hecho el contacto a Gómez en Villa Ballester para que retirara el armamento. Ella les había prometido abrigo y un lugar donde esconderse si los milicos les seguían los pasos. Tenía la casa de su abuela disponible, la vieja andaba viajando por Europa y le había dejado la llave.
No era una construcción ostentosa como suponía. Las paredes estaban despintadas y el jardín del frente necesitaba atención. La reja había sido blanca, pero apenas dejaba leer en sus hierros el color, porque el óxido ganaba terreno en cada una de sus varas. Un pasillo de baldosas grises conducía a la puerta principal, lo escoltaban canteros que alguna vez lucieron flores. Mientras recorría con sus ojos la fachada del edificio, se imaginó desmalezando las parcelas, oculto en el traje de un jardinero que desconocía lo que pasaba después de la verja. Su pensamiento lo avergonzó. Aplaudió dos veces y esperó por su amiga. Eran las dos de la tarde, había movimiento en la calle y nada parecía fuera de cuadro salvo él: un joven desarreglado, con un bolso marrón en la espalda y el espanto hundido en los huesos.
Los ojos y la nariz de su amiga se asomaron por detrás de una cortina verdosa, a través del vidrio de la ventana principal. Pasaron algunos segundos, ella abrió la puerta y fue a recibirlo. El abrazo duró menos que un estornudo. Apenas podía balbucear. Caminaron hacia adentro revisando que nadie los observara. Volvieron a abrazarse, ella preguntó por los demás y el silencio le respondió sus sospechas. Lloraron juntos, aferrados a la convicción de no negociar sus ideas, pero con el deseo perverso de que todo acabase de una vez.
Las arrugas de su piel confesaban el paso del tiempo, que da pruebas de su existencia a través de los cambios. Sabía que la juventud que le latía adentro no estaba protegida por la coraza inmortal de los veinte años y que con más de siete décadas a cuestas, su corazón era frágil como una hoja otoñal que aguarda al zapato que la multiplicará contra el suelo.
Apenas eran las siete de la tarde. A través del cristal, el
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