El Corán y el Termotanque | Cuarto Número | Page 34
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pasto se ve menos verde. El sudor era un recuerdo frío de
las revoltosas movidas estudiantiles que descansan en la
adolescencia. Miró hacia su biblioteca y entre los cientos
de autores que aparecían en los lomos, revivió la intensidad
que lo sedujo cuando niño a pelear por las convicciones que
le surcaron la vida y el rostro.
El dedo índice de la mano izquierda hacía siempre el
mismo recorrido. Comenzaba desde el hombro que lo sostiene y en una lenta pero incansable ascendencia, rozaba
con la uña el tejido arruinado por el fuego de la explosión
que le marcó el destino. Sobre los labios, el viaje duraba
algunos segundos más y mientras el tacto sembraba un liso
cosquilleo, los ojos siempre cerrados recuperaban la mirada
de sus compañeros que presos entre los escombros le pedían
que huyera.
Estaba atrapado. Todos los días, en cada esquina, en cada
plaza, dentro de un cuento, en los versos de algún poema,
en medio de una película, cuando se duchaba, después del
primer bocado, antes de acostarse a dormir, viendo un partido de fútbol, en alguna canción que sonaba por la radio,
acompañando a su nieta al colegio, entre las góndolas de
supermercado, cuando sonaba una sirena… En cada movimiento que lo obligara a pestañar más de una vez, aparecían
sus compañeros. Gritaban contra los milicos y la liberación económica de aquellos años. Los retratos se cruzaban.
Compartían un mate en una tarde soleada, discutiendo
sobre política y de pronto un trueno hacía la noche y los
veía ahí, muertos en el suelo, a su lado y sin poder hacer
nada más que escaparse.
***
La imagen se le clavó en la médula. Gómez, Puchardi
y Santika fueron tapa del matutino de 1979 bajo un título
que los bautizó como extremistas subversivos. No hay lugar
para la reflexión cuando la muerte susurra al oído. En los
extremos, la mente se apura a hacer una cuenta de probabilidades y pone sobre la mesa las perspectivas concretas de
alcanzar un objetivo puntual. No había alternativa. Debió
elegir, en fracciones inexplicables de tiempo, si sumarse a la
lista del diario del día después o perderse entre las sombras
para contar la historia desde otro lugar. La segunda opción
se hizo carne, pero le comió el alma. Pasaron más de treinta
años y en los ratos de silencio aún aparece el Ruso Puchardi,
con el miedo incrustado en la piel, llorando sangre y a punto
de pisar el infierno
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