El Corán y el Termotanque | Cuarto Número | Page 31
uniformados que no responden.
Envainan y en marcha lenta se retiran sin siquiera dar
una última mirada al cuerpo del coronel, cuya sangre bebe
la pampa sin apuros.
Fierro y Martínez van hacia el sur. A tranco tardón los
siguen sus potros. No hablan. Al llegar a un ombú, Fierro
se recuesta y Martínez le cura la herida abierta. Descansan. Descansan.
Ya entrada la oscuridad, acuden al lugar un reducido gauchaje y unas mujeres que traen rumbo norte. Algunos dicen
que son de las tierras de Juan Sinsuerte y otros sostienen
que son putas de Maldonado. Nadie sabe con certeza, pero
ellas son competentes en encender una larga madrugada. La
fiesta aplana los tréboles y eleva euforia por la victoria de
Fierro. Así, con derroche se comparten las coplas, el vino,
los cuerpos y las almas. Ancho y festivo, él alberga el tinto
en su boca cuidando que las gotas no sucumban. Fascinado,
descubre cómo la noche va desplegando un contorneo presuntuoso hasta que se abre lasciva para que el sol la penetre.
Precisamente al amanecer, Fierro rancha aparte con
Martínez y le secretea una cuestión que ambos acuerdan.
Brindan y se abrazan largamente. Rápido, Martínez monta
a su potro de un salto, mientras Fierro se emociona hacia
adentro y mira como sin montura ni equipaje, desnudo,
Martínez enfila hacia un horizonte que se alza pampa arriba.
Encima de un zaino bravo, Martínez cabalga sobre el
viento atravesando las grandes arboledas. Va en búsqueda
desesperada del río. Como sea, debe alcanzar las aguas
antes que se haga fuerte la patrulla. Porque se sabe, es ley
de rigor: cada vez que un hijo de Fierro galope en pretensión de un destino la partida marchará hacia la costa para
cerrarle el paso.
Las cartas están echadas y él conoce de sobra que sólo
existen dos caminos. O será otro sumergido al que despanzurrarán sin indulgencia, (y de ese modo la cábala para conjurar tempestades persistirá errante en la corriente rumbo
al mar, y nadie ya podrá liberar los vientos mal arremolinados en la llanura); o Martínez, por fin, dará vuelta esa taba
culera que lo sacude como zapallo en carro desde el día en
que emergió de su madre al vendaval.
Es que si el potro no amaina, si Martínez orilla las aguas
primereando a la partida, otros vientos tallarán bajo los
cielos. Y entonces no existirá lona adónde puedan tumbarlo. Qué nocaut ni qué mierda. En el brindis, así Fierro
se lo había dicho. Nacería un tiempo bendito, si Martínez
(que ahora embiste a galope tendido) atropella, guapea
y manda, allá en la ribera: donde la pampa se revuelca
con el río
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