El Corán y el Termotanque | Cuarto Número | Page 25
reventar aleatoriamente faroles y vidrieras por las noches.
Lo primero que hacíamos era controlar por dónde circulaba la policía, y con qué recursos contaban. Nos movíamos en la oscuridad, no había manera de que sospecharan
de nosotros.
Era todo un desafío pasar el tiempo por las mañanas.
Salíamos un rato antes con la excusa de la montaña, a primeras horas de la siesta llegaban un par de camionetas con
botellas pet. Las llenábamos de agua, para que ganaran
peso, y las íbamos apilando. Primero ordenadamente, poco
a poco nos fue ganando la desprolijidad. Al cabo de un mes
teníamos unos cien metros de altura. Fuimos muy cautelosos de armar una ladera de modo de posibilitar un descenso
seguro. No había peligros, rebotábamos en las botellas con
agua, era divertidísimo. Era notable: teníamos la primera
montaña de agua del mundo. Ahora sí sería un atractivo
turístico. Decidimos llamarla La Ricardo, en homenaje a un
científico que nos había inspirado a dejar nuestro deporte
de la infancia, el polo, por esta tarea tan progresista. Tan
pronto iba ganando en superficie, también lo hacía en
altura. Teníamos planeado que a fin de año llegaría a un
nivel por el que escalarla tomaría al menos dos horas.
Pero por las noches, cómo disfrutábamos rompiendo
cosas, desparramando basura. Sentíamos que verdaderamente vivíamos en esas horas. Que aunque nos siguieran
no nos podían agarrar, que jamás nos descubrirían. Éramos
sigilosos para escaparnos de nuestras casas, y éramos fantásticos para llenar de porquerías las veredas.
Pero un día, al llegar al barrio Papa Juan Pablo ii, nos
encontramos con una escena atroz: un montón de basura
desparramada, faroles rotos, vidrios en la calle. Un caos
que no había sido perpetrado por nosotros. Habían pasado
23