EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA El coronel no tiene quien le es - Gabriel Garcia M | Page 18
Caminaron juntos hacia la plaza. El aire estaba seco. El betún de las calles
empezaba a fundirse con el calor. Cuando el médico se despidió, el coronel le
preguntó en voz baja, con los dientes apretados:
—Cuánto le debemos, doctor.
—Por ahora nada —dijo el médico, y le dio una palmadita en la espalda—.
Ya le pasaré una cuenta gorda cuando gane el gallo.
El coronel se dirigió a la sastrería a llevar la carta clandestina a los
compañeros de Agustín. Era su único refugio desde cuando sus copartidarios
fueron muertos o expulsados del pueblo, y él quedó convertido en un hombre solo
sin otra ocupación que esperar el correo todos los viernes.
El calor de la tarde estimuló el dinamismo de la mujer. Sentada entre las
begonias del corredor junto a una caja de ropa inservible, hizo otra vez el eterno
milagro de sacar prendas nuevas de la nada. Hizo cuellos de mangas y puños de
tela de la espalda y remiendos cuadrados, perfectos, aun con retazos de diferente
color. Una cigarra instaló su pito en el patio. El sol maduró. Pero ella no lo vio
agonizar sobre las begonias. Sólo levantó la cabeza al anochecer cuando el
coronel volvió a la casa. Entonces se apretó el cuello con las dos manos, se
desajustó las coy unturas; dijo: « Tengo el cerebro tieso como un palo» .
—Siempre lo has tenido así —dijo el coronel, pero luego observó el cuerpo de
la mujer enteramente cubierto de retazos de colores—. Pareces un pájaro
carpintero.
—Hay que ser medio carpintero para vestirte —dijo ella. Extendió una
camisa fabricada con género de tres colores diferentes, salvo el cuello y los
puños que eran del mismo color—. En los carnavales te bastará con quitarte el
saco.
La interrumpieron las campanadas de las seis. « El ángel del Señor anunció a
María» , rezó en voz alta, dirigiéndose con la ropa al dormitorio. El coronel
conversó con los niños que al salir de la escuela habían ido a contemplar el gallo.
Luego recordó que no había maíz para el día siguiente y entró al dormitorio a
pedir dinero a su mujer.
—Creo que y a no quedan sino cincuenta centavos —dijo ella.
Guardaba el dinero bajo la estera de la cama, anudado en la punta de un
pañuelo. Era el producto de la máquina de coser de Agustín. Durante nueve
meses habían gastado ese dinero centavo a centavo, repartiéndolo entre sus
propias necesidades y las necesidades del gallo. Ahora sólo había dos monedas
de a veinte y una de a diez centavos.
—Compras una libra de maíz —dijo la mujer—. Compras con los vueltos el
café de mañana y cuatro onzas de queso.
—Y un elefante dorado para colgarlo en la puerta —prosiguió el coronel—.
Sólo el maíz cuesta cuarenta y dos.
Pensaron un momento. « El gallo es un animal y por lo mismo puede