El Combatiente N° 2 Octubre 2019 Octubre 2019 | Page 14
Está escrita de su puño y letra y firmada por él. “Juro, decía en ella, que viviré sin temor ni pusilani-
midad, siguiendo sólo los dictados de mi conciencia, sin temor al ridículo, al qué dirán o a la opinión
ajena. Si no fuera constitucionalmente valiente, me haré valeroso por la vía racional”.
Tenía 17 años cuando escribió esto. Quienes lo conocieron saben que siempre vivió de acuerdo a ese
pensamiento, haciéndose valeroso por la vía racional, no dejando nada entregado a la casualidad
o a los instintos. Así se explica que, amando la vida tan intensamente, estuviera exponiéndola cada
vez que su razón le indicaba que era necesario. Personalmente cumplía las acciones más riesgosas,
pese a las protestas de sus compañeros.
En la última carta que de Miguel recibimos, nos hablaba de su compañera Carmencita, y de su feli-
cidad porque ella esperaba un hijo suyo. Amando tanto la vida, quedándole tanto por hacer, seguro
como estaba del triunfo final... “Vamos a derrotar a esos carniceros. No te quede duda alguna de
ello, padre”, me decía en esa su última carta. Sin embargo, a pesar de todo eso, prefirió continuar y
organizar la lucha desde el interior de Chile. Sabía, naturalmente, que en esa forma estaba arriesgán-
dose temerariamente. Se lo dijeron sus compañeros y amigos del exterior. No quiso irse. Se negó.
Miguel Enríquez murió combatiendo, luchando por sus ideales y la causa de los oprimidos y poster-
gados la tarde trágica y gloriosa a la vez del 5 de octubre de 1974.
Luchó dos horas, la mayor parte de ellas completamente solo
Continúa diciendo su padre que: 24 horas después, por gestiones personales de un obispo católico,
a quien no he tenido el honor de conocer para agradecerle el gesto generoso, nos entregaron su
cuerpo desnudo y destrozado. No sé todavía si sus asesinos se jugaron sus ropas ensangrentadas a
la suerte, o se las disputaron como trofeos de guerra. Tenía diez heridas a bala. Una de ellas, la últi-
ma, le entró por el ojo izquierdo y le destruyó el cráneo.
Al verlo, con el resto de su cara serena, sonriente casi, y con un dejo burlesco en la expresión, dije
a mi mujer, su madre: “Quienes le dispararon sabían que, aunque desfiguraran su hermoso rostro y
destruyeran su cerebro privilegiado no lograrían jamás borrar la imagen de él que se ha formado el
pueblo, ni sepultar sus generosos y sabios pensamientos inspirados por sus elevados y dignificado-
res ideales”.
Con él no moriría su causa, ni su doctrina liberadora, ni el movimiento arrollador, visionario, inconte-
nible, que él, junto a un grupo de jóvenes chilenos, había creado y que ya ha traspasado las fronteras
de Chile. Lo prueban los cientos, los miles de mártires que, antes y después de él, han caído luchan-
do contra la opresión la injusticia, la tiranía, la barbarie.
El 7 de octubre de 1974, a las 07:30 horas de la mañana fuimos a sepultarlo. Sólo autorizaron a ocho
miembros de nuestra familia para que nos acompañaran hasta el cementerio. Había, en cambio, po-
licía armada y carros blindados en todas las bocacalles y lugares estratégicos del recorrido. “Miguel
Enríquez Espinosa, hijo mío, dijo su madre con voz entera en el momento en que depositaba el único
ramo de flores permitido, hijo mío, tu no has muerto. Tú sigues vivo y seguirás viviendo para esperan-
za y felicidad de todos los pobres y oprimidos del mundo”.
Confusión, inquietud en las filas policiales, sorpresa en los rostros; temor en los plexos vegetativos
abdominales; contracciones espasmódicas en las vísceras. Miraron al coronel, éste bajó la vista, no
digo avergonzado, porque sería suponer un mínimo de conciencia.
Y su madre tenía razón. Ella había interpretado el pensamiento de millones de chilenos. Miguel si-
gue viviendo en el corazón y en la mente del pueblo, de los estudiantes, de los profesionales, de los
artistas, de los intelectuales, de todos aquellos, en fin, que quieren un mundo mejor y más justo para
todos, y no sólo y exclusivamente para un grupo de privilegiados
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