informes. Cuando ya caía el sol tras las montañas se acordó de la
amenaza. Comenzó a dudar si los dos policías serían suficientes. Se fue a
la cocina, sacó un cuchillo, el más afilado. No sería tomado por sorpresa.
Estuvo ansioso y vigilante, miraba el reloj, pronto se cumpliría el plazo
fijado. Sus ojos se posaban de un lado al otro, esperando el momento en
que el asesino irrumpiera en su habitación. Intentó que su cobija fuera
una suerte de protección invisible contra lo inefable. Nada, ni nadie
podría tocarlo.
Al otro día los dos policías entraron y encontraron el cadáver de Federico
González acostado en la cama, con los ojos cerrados, como si estuviera
en un plácido sueño. Había muerto de un ataque al corazón. Afuera, en el
jardín, una mano huesuda, envuelta en un manto negro, tecleaba en el
whatsapp: “El sistema de preparación final no está funcionando. Aquel
hombre no ha disfrutado sus últimos minutos ¿y si cambiamos el ciprés
por un oso de peluche?”.
Daniel Acevedo
Ludwing Escandón
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