Desconocidos Junio 2013 | Page 12

¡Carajo! Grité cuando las puertas de mi automóvil estuvieron bien cerradas. Era un destartalado sedán del cincuenta y seis. Exploté su motor consumiendo el máximo posible de gasolina por segundo mientras circulaba por las calles más traficadas de la ciudad, tratando de que la adrenalina viniera en mi ayuda y me liberara, aunque sea un segundo, de esta insoportable tortura. Lo único que llegó a mi encuentro fue un deslumbrante carro patrulla. Parecía doscientos años más moderno que el mío, por lo tanto no pensé en darme a la fuga.

Pidió mi licencia y mi tarjeta de circulación, se los di. Fingió que los examinaba mientras calculaba cuento dinero podría obtener de mi. Evidentemente dedujo que no sería mucho. Comenzó a hablarme amablemente. ¡Hipocita! Pensé.

- ¿Podría ponerme mi multa?- le pregunté lo más calmado que pude.

El infeliz continuó hablándome de lo que ocasiona el exceso de velocidad.

- Jefe, tengo prisa, hágame el favor de ponerme mi multa- pedí una vez mas de buena manera.

- No lo quiero perjudicar caballero, la multa seria cara, en cambio aquí nos podemos arreglar por mucho menos- me mostró una sonrisa de dientes amarillentos que fue el detonante.

- Mire hijo de de la gran puta, o me pone mi multa en este instante o me largo a mi casa.-

Esa noche, dormí en la cárcel.

Al menos ahí no me acordaré de mi problema, creo que es único lugar donde me podría distraer. No es tan malo, pensé mientras estaba sentado en la patrulla con los brazos esposados en la espalda.

Mentira, lo único que logré, fue darme cuenta que la cárcel es casi un hotel permanente. Hasta la más baja calidad de vida vale la pena vivirla. Eso solo aumento mi temor.

En mi casa, mi esposa estaba deshecha, mis hijos me miraban con desconsuelo y eso me destruía las esperanzas cada vez más.

Pensé en el suicidio, pero no fui tan valiente para jalar el gatillo, ni tan cobarde para escaparme sin luchar.