DERROTA MUNDIAL - EDICIÓN HOMENAJE AL AUTOR DERROTA MUNDIAL (Edición Homenaje) | Page 146
Salvador Borrego
En muchas ocasiones la guerra ha sido una amplificación gigantesca de un conflicto o
de un espíritu de lucha; a veces encierra significados profundos e invisibles que arrastran a
grandes masas de hombres, pese a lo terrible que es la guerra. Todos los horrores y el dolor
que ésta encierra no han sido suficientes para hacer nacer el Espíritu de una Auténtica Paz,
que sería la Verdadera, la lograda por Dentro del Espíritu, no convenios o tratados siempre
expuestos al fraude o a la traición.
Paradójicamente, pese a sus cenizas de destrucción, la guerra es también creadora. No
fueron sólo los reposados y sabios senadores los que forjaron el Imperio Romano, sino la
espada de César y el empuje de sus legiones; no fueron sólo los siete sabios de Grecia los
que hicieron de Grecia el corazón de una época y de una civilización, sino el arrojo
espartano de sus guerreros.
Los pueblos crecen y se hacen grandes y maduros al golpe de sus luchas a través de la
historia. Y esa lucha es dolorosa, pero inevitable y sagrada; es la que va forjando el futuro
por más que pacifistas de etiqueta y sabios de salón se empeñen en hacer un mundo sin
guerras. En la naturaleza todo es lucha y el hombre no puede sustraerse de la vida superior
de la cual es apenas trasunto y brizna.
En el campo de batalla se descorre toda cortina de diplomacia; dejan de ser válidas las
apariencias, la palabrería insidiosa y el doblez político y sólo queda en pie la profunda y
auténtica voluntad de la lucha, el peso de la convicción, el valor del sacrificio para morir por
lo que se proclama.
Ahí sólo rige la entereza de marchar hasta el final; ahí se esfuma lo que era apariencia
vocinglera y se libera de ropajes engañosos lo que era auténtica realidad. Por más que los
intelectuales se empeñen abstractamente en afirmar lo contrario, la fuerza de las armas en
guerra es un hecho solemne e incontrastable; siniestro, pero grandioso. Que los países
desarmados hablen de pacifismo vestidos de frac y que ensalcen el derecho internacional,
como el máximo coordinador entre los pueblos, es tan explicable como que el gusano
menosprecie la rapacidad del águila y como que el haragán adule a los que puedan arrojarle
algunas migajas. Pero todo pueblo con sanos instintos no rehúye jamás el sacrificio de la
lucha suprema para asegurar sus derechos que ninguna ley internacional le garantiza. Así ha
ocurrido en toda la historia de la humanidad.
Para los pueblos jóvenes y fuertes la guerra siempre ha sido siniestra, pero honrosa;
sombría y trágica hasta el extremo de la miseria y de la muerte, pero gloriosa hasta el
sacrificio o el brillar de la victoria. En ella el hombre se encara ante la muerte no por el
camino desfalleciente de la enfermedad, ni por el apacible sendero de la vejez, sino por la
puerta luminosa de un ideal que trasciende los límites personales del individuo y de una
generación y vive en los individuos y en las generaciones que aún están por llegar.
A pesar de los pacifistas sinceros o hipócritas —y de los representantes de una época
debilitada y en proceso de desintegración— seguirá imperando el relámpago de la espada
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