Ángeles
A su llegada , el maestro Juan conoció la casa de clérigos , en la plazoleta , al sur de la espléndida catedral , donde se alojó durante unos días . Sor Evelia le había indicado el figón contiguo , oscuro como todos pero algo más decente en lo tocante a la cocina . Allí se aficionó a unas sopas con huevo escalfado y a la pierna de cordero que se permitía excepcionalmente , pues no traía la bolsa prieta .
El novicio , pues parecía poco más que un niño , no contestó .
Juan había llegado para esculpir el sepulcro de la familia Gumiel , en San Esteban . Pero desde el primer día se adentró en el gran templo y solía recorrer con lentitud sus naves , y se detenía aún más en los pórticos . Uno le llamaba a gritos cada vez que atravesaba la entrada por el Sarmental .
Allí estaba , de pie , como un pasmarote , mirando las jambas negras , cuando notó a su lado la respiración entrecortada de un sacerdote tan delgado que se temiera lo podía llevar el viento . Maese giró su cara y lo vio : no muy alto , con hombros elevados , los ojos que querían salir de las hundidas cuencas , temblones los labios , arrugada la nariz . Para él no había otro mundo que los relieves de la puerta .
― A vos también os conmueve , ¿ no ? ― le dijo .
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