Desde mi invierno: la sombra del Cid
Me lo había contado mi hijo a mediados del invierno y no lo había tenido en cuenta,
pero allí, acurrucado en la escalinata del Solar del Cid, junto al primer pilar de la derecha,
estaba, vistiendo un ropaje indefinido, acompañado de una nudosa vara de caminante,
con su larga barba banca, bello y enérgico rostro, entre anciano cano y maduro guerrero,
tal y como me lo habían descrito, el viejo narrador de cuentos, leyendas e historia de la
vieja Castilla medieval, impasible al frio, cubierto por los espesos copos de nieve,
manteniendo su mirada fija en las agujas de la Catedral...
Mas tarde y en el calor de mi casa, disfrutando del jugueteo del viento con la nieve
que manchaba los cristales de mis ventanas, recordé, junto a la imagen del anciano,
algunas de las historias que mi hijo y sus amigos, me recontaron.
Historias que les servían de inspiración para sus juegos de caballeros y villanos…,
para ´cabalgar`, con burdas espadas de madera al cinto, por el Castillo, la zona vieja de
la ciudad y el río Arlanzón en sus correrías y hazañas, gestas de honor y de justicia...
Me dijeron que nuestro personaje un día lloró de alegría o quizá de nostalgia al
caminar por el Puente de San Pablo y que, más tarde, depositó una flor, un
´pensamiento`, arrancado de un jardín cercano, en el pedestal de la estatua de doña
Jimena.
También me dijeron que era frecuente verle de rodillas, orando, ante el sencillo altar
de la iglesia de Santa Águeda, antes Santa Gadea, o paseando por la muralla de los
Cubos, el Arco de Santa María, el Espoloncillo y lugares cidianos de la zona vieja
burgalesa.
El ´viejo Cid` terminaron por llamarle a fuer de sus cuentos y actitudes.
En la escalinata o en el arco de San Gil, en la subida al arco de San Francisco, en el
arrabal de San Esteban…, mi hijo, con sus amigos, se reunían con el ´viejo Cid` cuando
se lo encontraban, sin fecha ni hora fijada…, y desde allí, entretejiendo con sus palabras
personajes, luchas, intrigas y paisajes, marchaban a sus juegos o a sus casas con los
ojos brillantes, el andar vivo y, el espíritu repleto e inflamado de nobles ideas que siempre
me terminaban por contagiar.
A tal punto llegó la amistad con los niños que algunos padres, entre ellos yo mismo,
temerosos de que las relaciones con aquel incierto vagabundo no fueran aceptables
decidimos vigilarle, hablarle e incluso escuchar su narrativa.
Y así lo hicimos.
Con gran sorpresa para todos, la belleza de sus cuentos, y el buen trato que
dispensaba a los niños, cambió nuestros recelos por un mesurado respeto.
Y sus juegos continuaron con su buen hacer …
Picado por la curiosidad decidí regresar al lugar donde el anciano debía estar
soportando la tormenta de nieve.