La ventisca arreciaba cada vez más, la nieve alcanzaba ya un espesor notable que hacía
difícil caminar …, pero la imagen fija en mi mente de su soledad me empujaba, me ordenaba
buscarle en la idea de protegerle…
Y allí lo encontré, tal y como le había dejado, en la misma postura, acurrucado, más
cubierto de nieve, y con la mirada fija en la Catedral…
En silencio, con respeto me senté a su lado lentamente para no molestarle, y, así,
mirándole a la cara esperé…
Sus labios se movían despacio, articulando palabras que, en principio, no alcancé a
comprender…, parecían lamentos, quizás provocados por el intenso frío que ya se reflejaba
atenazador en su rostro.
Transcurrieron varios minutos que se me antojaron una eternidad antes de que pareciera
darse cuenta de mi presencia…
Y entonces, con un suave y dulce ademán, sus ojos penetrantes me traspasaron y sus
palabras me alcanzaron:
¡Castilla!... ¡Castilla!… ¡Tú también eres Castilla!...
Quise hablarle, preguntarle…, más cuando en mi garganta se deshizo el nudo de mi
ansiedad…, sus ojos se cerraron y sus pestañas blancas por la nieve los sellaron…
Su inmovilidad me hizo dudar… ¿se había dormido o se había muerto?... No me atreví
a tocarle y sentí miedo por él…, la nieve empezaba a cubrirle …, había que hacer algo y con
esa idea, tras taparle con mi abrigo, salí corriendo para buscar ayuda, sin importarme las
caídas y la ventisca que me cegaba,…
De regreso con un amigo, la noche, ya entonces en ciernes, hizo su aparición …, la
obscuridad, apenas rota por la escasa iluminación callejera y el velo de nieve que seguía
cayendo no permitían ver el solar hasta estar casi encima…, apenas podíamos barruntar las
tres agujas monolíticas que imaginaba ángeles guardianes del lugar y del anciano…
Muy contento por poder ayudarle, nos acercamos al lugar donde le dejé, más la
escalinata estaba vacía, el viejo Cid había desaparecido…, no había huellas de su marcha,
tan sólo encontramos mi abrigo casi totalmente cubierto por la nieve…
Buscamos por los alrededores preguntando a los escasos viandantes que
encontrábamos a nuestro paso…, pero nada…
Apesadumbrado volví a mi casa deseando encontrarle en el camino… pero nada…
La noche, el frio y la nieve me deslizaron al abandono …, me sentía derrotado…
Aquella noche apenas pude dormir…, las ensoñaciones de lo vivido me mantuvieron en
alerta por si surgía una señal,la que fuera, que me empujara al reencuentro con el anciano…
Sin pensar en lo peor, aún tenía la esperanza que hubiera sido recogido por alguien…
Al día siguiente, mi hijo y sus amigos, conocedores de lo acaecido, le buscaron por todas
partes, por sus lugares habituales, sus caminos de paseante… y preguntaron y preguntaron…,
pero nada…
Y el tiempo no perdonó y esta historia de aquel invierno entro en el olvido…
Pero un día, ya en el invierno de mi vida uno de mis nietos, inocente y feliz, al contarme
sus andanzas me hablo de un anciano de espesa barba blanca, de aspecto impresionante que,
apoyado en un largo cayado, les contaba cuentos y leyendas de la vieja Castilla y que siempre
al final decía a sus oyentes con gravedad que ellos también eran Castilla…
Temblando como un azogado me lancé a la calle y le busqué por aquellos lugares en
los que le recordaba, pero no pude encontrarle, ni tampoco mi hijo, ni sus amigos de niñez…
Sin embargo, en nuestra turbación comprendimos que nuestro momento había
pasado…, que ahora aquella sombra del Cid era solo visible para ellos, para aquellos que en
su corta edad estaban en el tiempo de aprender a ser Castilla…
Fernando Pinto Cebrián