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Sabemos poco de En, excepto que iluminó el Beato de Gerona y que su trabajo se con- sideró magistral pues su nombre sigue al del abad Dominicus, que es quien pagaba la obra, y precede al de su compañero Emeterio, ya que la norma era que los nombres de los artífices figuraran en los documentos por orden de importancia. En es, pues, la primera pintora espa- ñola de la que se tiene noticia, quizá la primera incluso de Europa. En depintrix et D(e)i aiutrix fr(a)ter Emeterius et pr(e)s(bite)r (En, pintora y ayudante de Dios, Emeterio, hermano y sacerdote) constata el Beato de Gerona, salido de Tábara. El códice con- tiene 114 ilustraciones y muchas miniaturas más de estilo mozárabe y está conside- rado uno de los más innovadores y extraordinarios de los que se conservan. Conocemos la existencia de En porque destacó como pintora y porque se ha conser- vado el beato con su nombre, pero ¿cuántas mujeres más destacaron y nadie escribió su nombre o, habiéndolo escrito, se ha perdido? Pero si hay algo macho de verdad es el heroísmo y entre los héroes, la quintae- sencia es el Cid, que por ganar, ganaba batallas incluso muerto, si hay que atenerse a la leyenda. Tuvo suerte Rodrigo Díaz pues encontró un escribano propicio que re- latara sus hazañas, reales o no, que a estas alturas importa poco. El Cantar de Mío Cid es un canto épico al macho alfa de la tribu, donde las mujeres tienen poco papel y el que tienen es en función del héroe. Menos suerte tuvo su esposa, Jimena Díaz, mujer noble, emparentada con la di- nastía reinante en León, sobrina de Urraca y Alfonso VI, educada en la corte, donde tuvo ocasión de aprender los secretos del poder con Urraca, maestra competente en la materia. No tuvo suerte porque además de tener que competir con la versión épica del Cantar luego se ha visto pringada del almíbar resbaladizo que emana de las adap- taciones cinematográficas de la vida del héroe. En la vida real, el matrimonio de Rodrigo y Jimena formaba parte del paquete de medidas elaborado por Alfonso VI para congraciarse con los nobles castellanos. Se casaron entre 1074 y 1076 en la iglesia de San Miguel de Palencia, si bien la ar- monía entre la nobleza y el rey duró poco pues en 1080 Rodrigo es desterrado por vez primera bajo la acusación de haberse excedido en su expedición contra el rey árabe de Toledo, vasallo real. El caballero castellano, probablemente acompañado de Jimena, parte al frente de su mesnada y se ofrece al servicio del rey moro de Zara- goza. La pareja torna a Castilla poco después pero enseguida Alfonso vuelve a des- terrar a Rodrigo. No solo lo destierra sino que le expropia sus bienes. Entonces, el Cid decide hacer la guerra por su cuenta. Deja a Jimena y a sus hijos bajo vigilancia en el monasterio de Cardeña y se encamina con su tropa a Va- lencia. Rinde la plaza en 1094, se nombra a sí mismo señor de la ciudad, esto es, Príncipe Campeador, y manda llamar a su mujer e hijos, que ese mismo año se reú- nen con él. Rodrigo y Jimena tuvieron tres hijos, un chico, Diego, y dos chicas que, a des- pecho de la leyenda y contra lo que sostiene Dióscoro Puebla, el pintor burgalés cuyo lienzo cuelga en el Museo del Prado, no se llamaron Elvira y Sol ni se casaron con los condes de Carrión, ni fueron abandonadas en Corpes ni en ningún otro lugar. Se lla- maban Cristina y María y casaron, la primera con Ramiro Sanchez, señor de Monzón, y la segunda, con Ramón Berenguer III, conde de Barcelona. El pobre Diego murió en 1097, casi un niño, luchando donde le había enviado su padre, en el ejército de Alfonso VI contra los almorávides, en la batalla de Consuegra. Cuando el Cid muere, en 1099, Jimena asume el mando de Valencia, como se- ñora de la ciudad y durante tres años defenderá la plaza, ayudada por su yerno Ramón Berenguer III, hasta que en 1102 el rey, el mismo Alfonso VI, se presenta en la ciudad, comprueba la dificultad de mantenerse en ella, manda evacuarla ―incluido el cuerpo del héroe difunto―, la prende fuego y acompaña a Jimena hasta Castilla. En Burgos vendrá a buscar la muerte a Jimena Díaz, probablemente en 1116. Será enterrada primero en el monasterio de San Pedro de Cardeña, junto al Cid. Du-