y el de las infantas María de Aragón, y Catalina de Castilla. Todos en un mismo y magnífico
panteón de alabastro.
El paso del tiempo, había ocasionado el natural deterioro y las religiosas deseaban
la restauración y reemplazo de sus metales. Más aún; deseaban agregar un suntuoso re-
mate sobre el monumento, con una barandilla rectangular filigranada en oro y plata con
detalles de pedrería. Una cruz central sobreelevada y las figuras de los cuatro evangelistas
sedentes en cada esquina, deberían completar la ornamentación en estilo gótico flamí-
gero.
A Juan Francisco le bailó el corazón. Luego de años sin ser solicitado, se le hacía
impensable enfrentar el desafío de una obra tan calificada. El taller, su propia casa y su
familia se revolucionaron. De inmediato comenzó a plasmar ideas en bocetos, que corregía
una y otra vez luego de evaluarlos con su sobrino.
El amanecer les sorprendía con frecuencia carbonilla en mano y sobre la mesa de
trabajo. Para no interrumpirles, Dolores les enviaba las comidas en manos de alguna de
sus hijas. Leonor se excusó de hacerlo por la emoción inocultable que le provocaban los
encuentros con su primo, pero al fin los pretextos se le agotaron.
Al abrirse la puerta, se conmovió ante la mirada cálida de Agustín. Con prontitud y
en silencio distribuyó platos, cucharas y viandas. Se movió con rapidez, casi sin levantar
la mirada y contestó con parquedad para no denunciar su turbación. Intentó distraerse
mirando los dibujos que ocupaban mesas, apoyos y paredes, y desatender así lo que con-
versaban los hombres mientras comían. El dulce sufrimiento que padecía, era una nueva
sensación para ella.
Terminados de comer, Agustín le ayudo a recoger el menaje. Al alcanzarle los tras-
tos, sus manos se tocaron. Desconcertada, temió dejar caer la loza pero se sobrepuso.
Saludó con apuro y regresó a la casa.
Desde esa primera oportunidad, esperó con ansiedad sus turnos, para llevar lo co-
cinado hasta el taller. Comprobó entonces que aquel encuentro de manos no había sido
casual. El ritual se repetía y se prolongaba cada vez más. Agustín a espaldas de su tío y
simulando ayudarle, acariciaba sus manos cada vez con mayor descaro. Ella disfrutándolo,
demoraba desprenderse del contacto aunque sin animarse a mirarle a los ojos.
Leonor advirtió, que ni su madre ni sus hermanas hacían comentarios sobre el
huésped que a ella tanto conmovía, salvo los de circunstancias. Eso le dio tranquilidad y
optó por tampoco ella nombrarlo.
Pero en él se deleitaba pensando. Las noches le sorprendían despierta, dominada
por una extraña emoción, en la que temió hubiera algo de pecaminoso. Casi sin advertirlo,
comenzó a encontrarse con más frecuencia frente al espejo. Su pelo rubio, lucía cepillado
varias veces al día y la firmeza de sus pechos, se hizo ostensible bajo su ropa ahora más
ceñida. Aparentaba cumplir sus tareas rutinarias, pero su corazón estaba dedicado sólo a
esperar los fugaces encuentros con Agustín.
Las religiosas del convento se admiraron con la perfección de la maqueta que, tras
meses de arduo trabajo, les presentaron tío y sobrino. Engrudo, papel, madera, hierro,
escayola y pinturas, simulaban en tamaño natural la ornamentación que presentada sobre
el mausoleo, se integró a éste con perfección realzando su belleza original.
Una semana más tarde recibieron la deseada conformidad. La comunidad en pleno
suscribió con el orfebre un contrato ante el notario de número de Madrigal, estableciendo
el costo de la obra, pormenorizados detalles de la misma y el tiempo de realización. En
ese acto le entregaron al artista una letra por los escudos necesarios para comprar los
materiales y así, iniciar de inmediato su trabajo.
Su postergado sueño de realizar una obra que le trascendiera, estaba a punto de
cumplirse. En Mérida, donde se comercializaban las piedras y los metales nobles, encon-
traría lo necesario.
En pocos días ordenó sus cosas y partió, dejando a su sobrino a cargo del taller y
abrumado de instrucciones.