No obstante, hombre bondadoso y cristiano cabal, agradecía tener una familia que le
colmaba de felicidad y que nunca hubiera faltado el pan en su hogar. De hecho sus tres hijas,
Beatriz, Leonor y Antonia, habían sido educadas en el convento de las monjas agustinas.
También el producto de su trabajo había alcanzado para comprar una heredad con su
huerta, de la que se ocupaba Dolores con ayuda de las niñas. La cosecha de granos, frutas
y hortalizas, proveía el consumo doméstico y el excedente, era vendido en el abasto del
pueblo.
Cavilaba sobre estas cosas, sin olvidar la inminente llegada de su sobrino Agustín,
enviado desde Arévalo por sus padres para intentar aprender el oficio familiar. No sabía si
eso resultaría una ayuda para el taller o una carga para su casa.
De cualquier manera, había decidido complacer los deseos de su único hermano. Ya
habría tiempo de evaluar las condiciones del aprendiz, a quien no veían desde pequeño.
A la salida de misa del siguiente domingo, en el atrio románico de San Nicolás, les
aguardaba Agustín. Era un joven veinteañero, alto, bien parecido y ataviado con pulcritud.
El pelo rojizo arremolinado, potenciaba el brillo de sus ojos risueños. Un atado con ropas y
un cesto con setas, olivas, dulces y nueces para los hospitalarios tíos, completaban su equi-
paje.
Durante el almuerzo dominical, el llegado se mostró alegre y locuaz. Dio noticias sobre
sus padres y contó con gracia los intentos vanos de éstos para encauzarlo al sacerdocio. La
categórica opinión del obispo de Oviedo bajo cuya tutela había vivido unas semanas, había
terminado con la ilusión paterna. El relato ilustrado con la imitación del asturiano acusándole
de algunas picardías, había disparado la hilaridad de todos.
Agustín les confió, había disfrutado desde muy niño del placer por el dibujo. Al advertir
que con esto había despertado la curiosidad de la familia, pidió permiso para mostrar algunos
bocetos que traía consigo y su tío al verlos, se sorprendió. Apuntes a lápiz de una Sagrada
Familia con influencias inocultables de Leonardo, se encontraban fragmentados en varios fo-
lios. La definición de las formas, las líneas de fuga, el sombreado de los mantos y la firmeza
de los bellos trazos, provenían de una mano dotada y hábil.
Juan Francisco se alegró. La principal condición de un buen orfebre, era saber pro-
yectar con exactitud y en escala perfecta. La lección primera, sin duda la más tediosa que
debía ofrecer a su discípulo, parecía estar bien aprendida.
Leonor, la segunda de sus hijas había permanecido callada mientras comían. Un ex-
traño cosquilleo en la boca del estómago le sorprendió y apenas probó bocado. Advirtió que
no podía apartar los ojos de los de su primo e intentó disimular su turbación ajetreando
fuentes y platos.
El amplio taller se encontraba a poca distancia de la casa. Allí habían aprendido el
oficio Juan Francisco, también su padre y su abuelo. También allí tendría su abrigo, lavabo,
cuja y jergón, el recién llegado.
Esa misma tarde, tío y sobrino se instalaron a examinar docenas de dibujos que el
artista guardaba en polvorientos carpetones. Disfrutaba por fin, tener quien los discutiera y
quizá, quien los valorara.
Por la noche, Juan Francisco confió a Dolores su agrado por la inteligencia viva y el
interés en aprender que demostraba su sobrino. Alentaba fuera el eslabón ya casi inesperado
para continuar la familiar cadena del oficio.
Aprovechó su mujer para reprocharle con ternura el gasto innecesario de los prende-
dores de plata para las niñas y obtuvo por respuesta un abrazo tierno y conocido, al que se
entregó callada y gozosa.
En Madrigal de las Altas Torres, donde nunca nada pasaba, con la integración de Agus-
tín a la familia y al aprendizaje, hubieron novedades inesperadas. La madre superiora de las
agustinas, convocó a Juan Francisco para el encargo de un significativo proyecto.
En el cenobio, antiguo palacio cedido por Carlos V a la orden a través del Marqués de
Oropesa, al tiempo de retirarse aquél en Yuste, se encontraban los enterramientos de su
propia hija la infanta Juana, el de Isabel de Barcelós, abuela materna de Isabel la Católica,