Bioy Casares y su mujer Silvina Ocampo, junto a Vlady Kociancich, formaron parte,
entre otros, del pequeño grupo de amigos que lo acompañaron en esa circunstancia.
La intervención transcurrió sin la menor zozobra. Conté para ello con un paciente dócil
que no emitió una sola queja. La anestesia peridural, que le administró con pericia Alfredo
Martínez Vivot,
nos permi-
tió de algún
modo dia-
logar durante
la
opera-
ción. Aprendí
así
por
boca de mi
ilustre to-
cayo que el
nombre
Luis, originado
en Ludwig,
significa “cla-
moroso en
el combate”.
Recuerdo
también ví-
vidamente la
sorpresa al
oírle recitar el
P a d r e
Nuestro en di-
ferentes
lenguas sin ol-
vidar, por
cierto, hacerlo
en
inglés
arcaico. Lo hizo
explicando
y comparando
los diferen-
tes textos, pero no pasó inadvertida la curiosa reacción de un declarado agnóstico frente al
riesgo que supuestamente creía enfrentar.
Cada vez que he recuperado este recuerdo, se me ha ocurrido, respetuoso y solidario
con el poeta, interpretarlo como un reflejo cultural.
El cirujano pudo dormir tranquilo. Sus temores y preocupaciones se esfumaron frente
a la probada fortaleza del escritor, que ansiaba regresar a su trascendente tarea intelectual.
Lo ilusionaba poder cumplir, también, con una invitación del gobierno japonés para viajar al
viejo imperio con María. El destino, felizmente, no lo defraudó.
Durante su convalecencia, yo lo visitaba en su casa para acompañar su buena evolución
y disfrutar del privilegio de su intimidad. Fui allí testigo de sus comidas frugales y apresura-
das. La selecta biblioteca, junto a su mesa, transmitía una mágica sensación sobre el am-
biente. Un modesto mobiliario, resaltado por algún mate de plata colonial, completaba la
escena.
Solamente el cuarto de la que fuera su madre, Leonor Acevedo, mostraba detalles cui-
dados, que Borges conservaba con unción.
Su gato blanco Bepo acompañaba nuestras charlas dormitando, mientras yo lo escu-
chaba intentando disimular mi avidez.
Siempre se mostró cómodo y relajado en aquellos encuentros en los que jamás de-
mostró interés alguno por las cosas personales de su cirujano. Nuestro conocimiento había
quedado suficientemente detenido en la recordada amistad de “nuestros abuelos”, sobre la
que le agradaba volver con cariño.
El poeta estaba acostumbrado a responder, a que se interesaran por sus ingeniosas
opiniones, a permitir que se acercaran a sus personajes, los que iluminaba con textos que
brotaban de su asombrosa memoria.
Conocí de su boca, la realidad de aquel hijo de una familia ilustrada viviendo en el pe-
ligroso Palermo vecino al arroyo Maldonado. La escuela pública de la zona lo había contado
como aventajado alumno. Allí se sorprendió primero con la bravura y agresividad de sus
compañeros y luego con el coraje legendario de sus padres: los malevos de cuchillo al cinto.
Me contó que en tardes estivales y acompañado de otros chicos, visitaban a algunos
de estos personajes, quienes hacían para su deleite, demostraciones de esgrima puñalera
usando inofensivos palillos de tambor. El mismo había vivido alguna vez la emoción de perder
el “arma” de la mano, ante el “ataque” de su inquietante anfitrión.