Años más tarde, al regresar a su casa desde la alejada biblioteca donde trabajaba, se
encontró con al que luego escondiera tras un nombre de ficción, para inmortalizarlo con
Astor Piazzolla en la milonga Jacinto Chiclana.
Se conocían de vista, pero ese día se detuvieron para cruzar unas pocas pero respe-
tuosas palabras. Al despedirse, el matón le ofreció la naranja con la que había estado ju-
gando durante la conversación. Borges la aceptó sorprendido y continuó su camino
acariciando el inusual regalo, con el que creyó sacralizar su amistad metafísica con los due-
ños del mitológico puñal.
Nuestras charlas eran calmas. Le fastidiaban las interrupciones por visitantes inespe-
rados, algunos de los cuales vi despedir sin cortesía: “Bueno Georgie”; se quejó una amiga
intrusa y renuente a abandonar su propósito; “¿Si no me podés recibir ahora, cuándo te pa-
rece que podría regresar?”. Borges le espetó: “Te rogaría que volvieras dentro de dos o tres
años”.
Su vida transcurría aséptica, aislada de todo contacto con lo vano o lo superficial. Re-
cibía el interlocutor la seguridad de estar frente a un ser superior, que descarnado, hacía
gala del vigor de su espíritu atemporal. Entendible entonces que en su casa no hubiera dia-
rios, radio, ni por cierto televisor.
Era simpático comprobar la curiosidad que le despertaban, nombres de personas fa-
mosas que para él eran absolutamente extraños.
Sus selectas amistades, respetando esas reglas de juego, se acercaban a él dispuestos
a discutir solo ideas de alto voltaje intelectual. Ninguno tenía el coraje de arriesgar un co-
mentario vulgar.
Sin embargo el escritor, demostrando indulgencia, me hacía depositario con llaneza de
confidencias y recuerdos. Sus opiniones llevaban como glosa el recitado cadencioso y se-
ductor de estrofas o párrafos enteros de los textos que más amaba.
Fue difícil ocultar mi asombro cuando me confesó que en su juventud, lleno de temor
y de vergüenza, simulaba encuentros casuales con Leopoldo Lugones cuando éste dejaba
su tarea periodística. La inocente artimaña le valía el privilegio de caminar un par de cuadras
por la calle Florida, escuchando al escritor que veneraba.
En esos tiempos, su inexplicable modestia le sugería también imprudente concurrir con
puntualidad a la peña de los sábados por la noche, en La perla del Once, que presidía Ma-
cedonio Fernández. Se obligaba por ello a faltar semana por medio, para lo cual debía domar
irrefrenables deseos.
Recordaba que un tema recurrente en aquellas tertulias era la muerte, y que durante
las mismas, su admirado Macedonio forcejeaba con las piezas de la dentadura a guisa de
“clavijas de guitarra”, con el fin de “facilitar su caída inexorable”.
No reconocía valores literarios en la obra de Roberto Arlt, ni morales en el Martín Fierro,
al tiempo que se confesaba admirador de la pluma de su amiga Silvina Ocampo.
Y también, su resignación por la ceguera y la tartamudez; su devoción por el Facundo,
por Las Mil y Una Noches, por las novelas policiales, por las sagas escandinavas; por el cine;
por las travesuras literarias con su querido Bioy; su admiración por Dante, por Shakespeare,
por Carriego, por Chesterton, por Chejov; su amor por Buenos Aires, por Montevideo y por
Ginebra; su indiferencia por Neruda, por Sábato y por el dinero; su desprecio por Rosas; su
asombro anticipado por Japón que anhelaba conocer, por su propia fama que consideraba
inmerecida y por el retorno del peronismo.
¿Y qué más de aquel encuentro inesperado? Su figura de gris riguroso en penumbras,
su cabeza erguida con las manos corvas apoyadas en el lomo del bastón y un leve temblor
en sus labios como rezando metáforas; el látigo de su ironía; el buceador de perlas literarias;
el detector infalible de ripios poéticos; su cultura infinita; la patria planetaria; los sueños, la
muerte, los laberintos y los sables; su curiosidad por la etimología; su vocación por la infe-
licidad; su letra pequeña en unas líneas agradecidas, y el adiós que nunca nos dijimos.
Luis C. Montenegro