Cuentos de los Herm anos Grimm
EDITORIAL DIG ITAL - IMPRENTA NAC IONAL
costa rica
-¡Ah! -dijo el sastre-; ¡sólo los bribones prometen lo que no pueden cumplir! Ya que este rey tiene
la obstinación de exigir de mí lo que no puede hacer ningún hombre, no esperaré su amenaza: voy
a marcharme ahora mismo.
Hizo su maleta, pero al salir por la puerta sentía disgusto de alejarse de una ciudad en que todo le
había salido bien. Pasó por delante del estanque donde había hecho amistad con los patos; la ánade
vieja, a la que había dejado sus hijuelos, estaba de pie a la orilla, arreglándose las plumas con el
pico. Le conoció enseguida y le preguntó a dónde iba tan triste.
-No lo extrañarás cuando sepas lo que me ha sucedido, -respondió el sastre y le contó su situación.
-¿No es más que eso? -dijo el ánade-, nosotros podemos ayudarte. La corona se halla precisamente
en el fondo de este estanque. Dentro de un instante la tendrás en la orilla: extiende tu pañuelo para
recibirla.
Se hundió en el agua con sus doce hijuelos y al cabo de cinco minutos estaba devuelta y nadaba
en medio de la corona que sostenía con sus alas, mientras que sus hijuelos, colocados alrededor, le
ayudaban a llevarla con su pico. Llegaron a la orilla y dejaron la corona en el pañuelo. No podéis
figuraros lo hermosa que era: brillaba, al sol como un millón de carbunclos. El sastre la envolvió
en su pañuelo y la llevó al rey, que en su alegría le puso una cadena de oro alrededor del cuello.
Cuando vio el zapatero que había errado el golpe, recurrió a otro expediente y fue a decir al rey:
-Señor, el sastre ha vuelto a caer en su orgullo: se alaba de poder reproducir en cera vuestro palacio,
con todo lo que contiene por dentro y por fuera, con muebles y demás.
El rey hizo venir al sastre y le mandó reproducir en cera su palacio, con todo lo que contenía por
dentro y fuera, los muebles y demás, advirtiéndole que si no lo hacía o si se olvidaba un sólo clavo
de una pared, le enviaría a concluir sus días a un calabozo subterráneo.
El pobre sastre se dijo:
-Esto si que va de mal en peor, me piden una cosa imposible.
Hizo su maleta y salió de la ciudad.
Cuando llegó al pie del árbol hueco se sentó bajando la cabeza. Las abejas volaban a su alrededor;
la reina le preguntó, viéndole con la cabeza tan baja, si le dolía.
-No, -dijo-, no es esa mi enfermedad.
Y le refirió lo que le había mandado el rey.
Las abejas se pusieron, primero a zumbar entre sí y la re