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Cuando llegué a la sala me escondí detrás del mueble y vi la sombra de cuatro hombres con botas pantaneras, uniformes verdes y que entre sus manos tenían lo que parecía un palo negro del tamaño de mis brazos. Uno de ellos le ponía la punta de ese palo extraño a mi mamá en la cabeza, mientras que otro agarró a mi hermanita de los brazos y la arrastró hasta la puerta de la casa, donde esperaban los otros dos hombres vigilando la salida.
Mi hermanita Ana era tres años menor que yo y apenas iba a empezar primero de primaria en la escuelita rural que queda a unas cuantas fincas de donde vivo y trabajo ayudando a mi mamá a limpiar la casa de unos señores que cultivan plátano acá en Urabá.