Cronica ambiental Octubre 2014 | Page 39

LA DEVASTACIÓN DE LOS OCÉANOS NO ES SÓLO UN ASUNTO DE RESPETO A LAS VEDAS O DE PROTECCIÓN DE ESPECIES EN PELIGRO: SE TRATA, ADEMÁS, DE UN OBSCENO DESPILFARRO DE ALIMENTOS. XX, la incorporación de tecnología cada vez más avanzada por parte de la industria ballenera puso al borde de la extinción a varias especies de cetáceos, y eso desató la condena de la comunidad internacional, que escondía debajo de su repudio los trapos sucios de toda la industria pesquera mundial: en 1994, casi una década después de que se prohibiera la caza comercial de cetáceos, un informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (fao) estimaba que cada año, unas 27 millones de toneladas de pescado —el equivalente a cuatro pirámides de Keops, la estructura más pesada del mundo creada por el hombre— se descartaban en el mar, mientras que la captura marina anual destinada al consumo humano directo se calculaba en 50 millones. En un cálculo grosero, por cada pez que llegaba al plato de una persona, otro era tirado por la borda, muerto o herido, para evitar multas o porque no se correspondía con la especie o los tamaños buscados, o porque no tenía valor comercial. Como respuesta al informe de la fao, el gobierno de Japón hospedó una Consulta Técnica sobre la Reducción de los Desperdicios en la Pesca, para mejorar los cálculos y estudiar soluciones al desperdicio. La devastación de los océanos y los descartes de la industria pesquera no son sólo un asunto de respeto a las vedas o de protección de especies en peligro: se trata, además, de un obsceno despilfarro de alimentos. La corriente oceánica que baña las costas del Perú —conocida como corriente del Humboldt— es el ecosistema más fructífero del planeta. A comienzos del siglo pasado, a los primeros inmigrantes japoneses les bastaba recoger lo que los pescadores peruanos despreciaban para alimentarse con especies que eran manjares en sus lugares de origen: pulpos, cangrejos, pejesapos, pota. «Todos los raros eran gratis: los dejaban botados en la playa», me cuenta el legendario chef Humberto Sato, padre de Yaquir, uno de los creadores de la comida nikkei y fundador del restaurante que ahora dirige su hijo. Sato padre aún recuerda la sorpresa que mostraban los pescadores cuando él mismo, con cinco años de edad, cargaba en brazos alguno de esos bichos: «Mira ese chiquito llevándose el pulpo, no tiene miedo». Claro que no le tenía miedo, dice: en su casa se lo comían. Con el tiempo, el pulpo se instaló en la dieta peruana gracias a la influencia de los nikkeis y se convirtió en una exquisitez, pero entonces era un descarte: cada vez que un pulpo quedaba enganchado en las redes, los pescadores peruanos lo botaban en la playa o lo devolvían al mar. No les parecía digno ni siquiera para prepararlo en sus casas. ¿A quién se le podía ocurrir comer un bicho así, amorfo y resbaladizo? Lo mismo me pregunté dos días después, en el Costanera 700, la primera vez que comí langosta. Yaquir Sato había decidido darme a probar una muestra de aquello en lo que estaba trabajando para incluir en su carta: cocina viva, en caliente. Su carta ya ofrece sashimi de lenguado vivo, un plato tan fresco que algunos cortes de carne todavía se mueven cuando está servido. Una crueldad a primera vista, pero en realidad un homenaje al sabor único de la carne de algunos peces, cuya preparación sólo exige un cuchillo bien afilado y un chef empeñado en resaltar sus virtudes naturales. Una innovación digna de un restaurante de manteles almidonados, servicio impecable y comensales sofisticados, que se sorprenden ante la destreza de un cocinero que sirve pescados casi sin tocarlos, y que hasta hace un minuto seguían nadando. El día que Yaquir Sato subió al Humboldt con su equipo de cocineros y sus condimentos, llevaba consigo una salsa de soja que era perfecta para combinar con el sabor metálico que tiene la carne de algunos peces recién salidos del mar. Para lograr ese nivel de frescura en sus platos, Sato había comenzado a trabajar hacía unos seis meses junto a un ingeniero, que lo ayudó a montar su propio acuario en el tercer piso del restaurante, donde ahora mantiene lenguados, chanques, pejesapos, conchas negras, conchas de abanico, caracoles y langostas. El chef había bajado del barco pero estaba convencido de seguir sirviendo pescados y mariscos recién salidos del agua. Ese mediodía en el Costanera 700, un cocinero trajo una langosta del acuario a pedido suyo, la puso sobre una tabla, y le cortó la cabeza con ayuda de Sato, que la sostenía con una mano para que no se moviera tanto. Lejos del mar, una langosta viva tiene exactamente la apariencia de lo que es: un insecto marino gigante. Un bicho horrible que sabe delicioso. Cuando 37