LA DEVASTACIÓN DE LOS
OCÉANOS NO ES SÓLO UN
ASUNTO DE RESPETO A LAS
VEDAS O DE PROTECCIÓN
DE ESPECIES EN PELIGRO:
SE TRATA, ADEMÁS, DE UN
OBSCENO DESPILFARRO
DE ALIMENTOS.
XX, la incorporación de tecnología cada vez más avanzada por
parte de la industria ballenera puso al borde de la extinción a
varias especies de cetáceos, y eso desató la condena de la comunidad internacional, que escondía debajo de su repudio los
trapos sucios de toda la industria pesquera mundial: en 1994,
casi una década después de que se prohibiera la caza comercial
de cetáceos, un informe de la Organización de las Naciones
Unidas para la Alimentación y la Agricultura (fao) estimaba
que cada año, unas 27 millones de toneladas de pescado —el
equivalente a cuatro pirámides de Keops, la estructura más
pesada del mundo creada por el hombre— se descartaban en el
mar, mientras que la captura marina anual destinada al consumo humano directo se calculaba en 50 millones. En un cálculo
grosero, por cada pez que llegaba al plato de una persona, otro
era tirado por la borda, muerto o herido, para evitar multas
o porque no se correspondía con la especie o los tamaños buscados, o porque no tenía valor comercial. Como respuesta al
informe de la fao, el gobierno de Japón hospedó una Consulta Técnica sobre la Reducción de los Desperdicios en la Pesca,
para mejorar los cálculos y estudiar soluciones al desperdicio.
La devastación de los océanos y los descartes de la industria
pesquera no son sólo un asunto de respeto a las vedas o de protección de especies en peligro: se trata, además, de un obsceno
despilfarro de alimentos.
La corriente oceánica que baña las costas del Perú —conocida como corriente del Humboldt— es el ecosistema más
fructífero del planeta. A comienzos del siglo pasado, a los primeros inmigrantes japoneses les bastaba recoger lo que los pescadores peruanos despreciaban para alimentarse con especies
que eran manjares en sus lugares de origen: pulpos, cangrejos,
pejesapos, pota. «Todos los raros eran gratis: los dejaban botados en la playa», me cuenta el legendario chef Humberto Sato,
padre de Yaquir, uno de los creadores de la comida nikkei y
fundador del restaurante que ahora dirige su hijo. Sato padre
aún recuerda la sorpresa que mostraban los pescadores cuando
él mismo, con cinco años de edad, cargaba en brazos alguno
de esos bichos: «Mira ese chiquito llevándose el pulpo, no tiene miedo». Claro que no le tenía miedo, dice: en su casa se lo
comían. Con el tiempo, el pulpo se instaló en la dieta peruana
gracias a la influencia de los nikkeis y se convirtió en una exquisitez, pero entonces era un descarte: cada vez que un pulpo
quedaba enganchado en las redes, los pescadores peruanos lo
botaban en la playa o lo devolvían al mar. No les parecía digno
ni siquiera para prepararlo en sus casas. ¿A quién se le podía
ocurrir comer un bicho así, amorfo y resbaladizo?
Lo mismo me pregunté dos días después, en el Costanera
700, la primera vez que comí langosta. Yaquir Sato había decidido darme a probar una muestra de aquello en lo que estaba
trabajando para incluir en su carta: cocina viva, en caliente. Su
carta ya ofrece sashimi de lenguado vivo, un plato tan fresco
que algunos cortes de carne todavía se mueven cuando está
servido. Una crueldad a primera vista, pero en realidad un homenaje al sabor único de la carne de algunos peces, cuya preparación sólo exige un cuchillo bien afilado y un chef empeñado
en resaltar sus virtudes naturales. Una innovación digna de
un restaurante de manteles almidonados, servicio impecable
y comensales sofisticados, que se sorprenden ante la destreza
de un cocinero que sirve pescados casi sin tocarlos, y que hasta
hace un minuto seguían nadando. El día que Yaquir Sato subió
al Humboldt con su equipo de cocineros y sus condimentos,
llevaba consigo una salsa de soja que era perfecta para combinar
con el sabor metálico que tiene la carne de algunos peces recién
salidos del mar. Para lograr ese nivel de frescura en sus platos,
Sato había comenzado a trabajar hacía unos seis meses junto
a un ingeniero, que lo ayudó a montar su propio acuario en el
tercer piso del restaurante, donde ahora mantiene lenguados,
chanques, pejesapos, conchas negras, conchas de abanico, caracoles y langostas. El chef había bajado del barco pero estaba
convencido de seguir sirviendo pescados y mariscos recién salidos del agua.
Ese mediodía en el Costanera 700, un cocinero trajo una
langosta del acuario a pedido suyo, la puso sobre una tabla, y
le cortó la cabeza con ayuda de Sato, que la sostenía con una
mano para que no se moviera tanto. Lejos del mar, una langosta viva tiene exactamente la apariencia de lo que es: un insecto
marino gigante. Un bicho horrible que sabe delicioso. Cuando
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