Cronica ambiental Octubre 2014 | Page 38

C ada vez que en su casa se comía un atún, el inmigrante japonés Naokichi Sato ponía a hervir la cola y sacaba sus espinas una por una para utilizarlas como mondadientes. De niño, su hijo Humberto Sato, que se convertiría en uno de los fundadores de la cocina nikkei peruana, recogía los pulpos que los pescadores botaban en la orilla, y recorría el resto de la costa de Lima para juntar algas y mejillones. Décadas después, Yaquir Sato, hijo de Humberto y nieto de Nakoichi, se subió a un barco para buscar especies que la industria pesquera despreciaba. Entonces no sabía que su búsqueda se relacionaba con uno de los mayores despilfarros de alimentos y recursos que hoy se cuestionan en el mundo: el de los peces que se capturan “accidentalmente” y se echan por la borda. A finales de mayo de 2013, Yaquir Sato, chef del restaurante Costanera 700 —considerado uno de los mejores restaurantes del país en comida nikkei y marina—, abordó el buque BIC Humboldt para presenciar la pesca de la merluza al despuntar el día. Llevaba consigo tres cocineros, una paellera gigante, un wok, ollas y utensilios de cocina, salsas, condimentos, y un objetivo: encontrar nuevas especies para utilizar en la alta cocina. Su interés había comenzado varios meses atrás. En 2012, la ex viceministra de Pesquería Patricia Majluf llegó a comer al Costanera 700, y Sato —un cocinero que parece un miembro amable de la yakuza— le contó que quería salir al mar, explorar novedades para su cocina. Un año después estaba allí, al amanecer, vistiendo un chaleco salvavidas y un casco blanco, en el buque de investigación científica más importante del Perú, revisando la pesca del día. Ahí vio los peces que eran separados de la merluza reluciente, producto de la “captura incidental”: ejemplares desconocidos, feos o muy pequeños, arrastrados por la misma red, que terminan siendo devueltos al mar ya muertos o heridos porque nadie en este país los quiere com- prar. Entre los ejemplares que se descartaban, el chef reconoció especies que eran apreciadas en Asia o en el Mediterráneo, pero ignoradas en Perú, como el pez cocodrilo —un pececito naranja con aspecto de reptil—o el pez bocón, una criatura con rostro iracundo más conocida como rape. Ese mediodía de finales de mayo, después de hacer su selección, Yaquir Sato preparó una bandeja de sashimi, una paella y una parihuela para los científicos y los funcionarios a bordo del Humboldt, utilizando pescados y mariscos —algunos tan feos como una cucaracha—que todos habían visto en sus salidas al mar pero ninguno había probado antes. Inclinado sobre una mesa, Sato cortaba la carne de los peces con precisión oriental, y los tripulantes miraban la escena como si hubiera aparecido un hechicero en la cubierta. Delante de ellos, con un cuchillo y una botella de salsa de soja, ese chef silencioso de 30 años, ensimismado como un niño que se toma su juego demasiado en serio, estaba convirtiendo la “basura” en comida gourmet. Sin proponérselo, Yaquir Sato estaba repitiendo en altamar la historia de sus antepasados. En los últimos 40 años, los pesqueros nipones han ganado una reputación infame como cazadores de ballenas, y ese estigma ha empañado la riqueza de una cultura ictiófaga desde tiempos remotos: históricamente, los japoneses han salido a buscar e