C
ada vez que en su casa se comía un atún, el inmigrante
japonés Naokichi Sato ponía a hervir la cola y sacaba sus
espinas una por una para utilizarlas como mondadientes. De
niño, su hijo Humberto Sato, que se convertiría en uno de los
fundadores de la cocina nikkei peruana, recogía los pulpos que
los pescadores botaban en la orilla, y recorría el resto de la costa
de Lima para juntar algas y mejillones. Décadas después, Yaquir Sato, hijo de Humberto y nieto de Nakoichi, se subió a un
barco para buscar especies que la industria pesquera despreciaba. Entonces no sabía que su búsqueda se relacionaba con
uno de los mayores despilfarros de alimentos y recursos que
hoy se cuestionan en el mundo: el de los peces que se capturan
“accidentalmente” y se echan por la borda.
A finales de mayo de 2013, Yaquir Sato, chef del restaurante
Costanera 700 —considerado uno de los mejores restaurantes
del país en comida nikkei y marina—, abordó el buque BIC
Humboldt para presenciar la pesca de la merluza al despuntar el día. Llevaba consigo tres cocineros, una paellera gigante,
un wok, ollas y utensilios de cocina, salsas, condimentos, y un
objetivo: encontrar nuevas especies para utilizar en la alta cocina. Su interés había comenzado varios meses atrás. En 2012,
la ex viceministra de Pesquería Patricia Majluf llegó a comer al
Costanera 700, y Sato —un cocinero que parece un miembro
amable de la yakuza— le contó que quería salir al mar, explorar
novedades para su cocina. Un año después estaba allí, al amanecer, vistiendo un chaleco salvavidas y un casco blanco, en
el buque de investigación científica más importante del Perú,
revisando la pesca del día. Ahí vio los peces que eran separados
de la merluza reluciente, producto de la “captura incidental”:
ejemplares desconocidos, feos o muy pequeños, arrastrados
por la misma red, que terminan siendo devueltos al mar ya
muertos o heridos porque nadie en este país los quiere com-
prar. Entre los ejemplares que se descartaban, el chef reconoció especies que eran apreciadas en Asia o en el Mediterráneo,
pero ignoradas en Perú, como el pez cocodrilo —un pececito
naranja con aspecto de reptil—o el pez bocón, una criatura
con rostro iracundo más conocida como rape. Ese mediodía
de finales de mayo, después de hacer su selección, Yaquir Sato
preparó una bandeja de sashimi, una paella y una parihuela
para los científicos y los funcionarios a bordo del Humboldt,
utilizando pescados y mariscos —algunos tan feos como una
cucaracha—que todos habían visto en sus salidas al mar pero
ninguno había probado antes.
Inclinado sobre una mesa, Sato cortaba la carne de los peces con precisión oriental, y los tripulantes miraban la escena
como si hubiera aparecido un hechicero en la cubierta. Delante
de ellos, con un cuchillo y una botella de salsa de soja, ese chef
silencioso de 30 años, ensimismado como un niño que se toma
su juego demasiado en serio, estaba convirtiendo la “basura”
en comida gourmet. Sin proponérselo, Yaquir Sato estaba repitiendo en altamar la historia de sus antepasados.
En los últimos 40 años, los pesqueros nipones han ganado una
reputación infame como cazadores de ballenas, y ese estigma
ha empañado la riqueza de una cultura ictiófaga desde tiempos remotos: históricamente, los japoneses han salido a buscar
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