Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
rostro estaban rígidos y desfigurados por las convulsiones de la
agonía.
Raskolnikof dejó el hacha en el suelo, junto al cadáver, y empezó
a registrar, procurando no mancharse de sangre, el bolsillo
derecho, aquel bolsillo de donde él había visto, en su última visita,
que la vieja sacaba las llaves. Conservaba plenamente la lucidez;
no estaba aturdido; no sentía vértigos. Más adelante recordó que
en aquellos momentos había procedido con gran atención y
prudencia, que incluso había sido capaz de poner sus cinco
sentidos en evitar mancharse de sangre... Pronto encontró las
llaves, agrupadas en aquel llavero de acero que él ya había visto.
Corrió con las llaves al dormitorio. Era una pieza de medianas
dimensiones. A un lado había una gran vitrina llena de figuras de
santos; al otro, un gran lecho, perfectamente limpio y protegido
por una cubierta acolchada confeccionada con trozos de seda de
tamaño y color diferentes. Adosada a otra pared había una
cómoda. Al acercarse a ella le ocurrió algo extraño: apenas
empezó a probar las llaves para intentar abrir los cajones
experimentó una sacudida. La tentación de dejarlo todo y
marcharse le asaltó de súbito. Pero estas vacilaciones sólo
duraron unos instantes. Era demasiado tarde para retroceder. Y
cuando sonreía, extrañado de haber tenido semejante ocurrencia,
otro pensamiento, una idea realmente inquietante, se apoderó de
su imaginación. Se dijo que acaso la vieja no hubiese muerto, que
tal vez volviese en sí... Dejó las llaves y la cómoda y corrió hacia
el cuerpo yaciente. Cogió el hacha, la levantó..., pero no llegó a
dejarla caer: era indudable que la vieja estaba muerta.
Se inclinó sobre el cadáver para examinarlo de cerca y observó
que tenía el cráneo abierto. Iba a tocarlo con el dedo, pero cambió
de opinión: esta prueba era innecesaria.
Sobre el entarimado se había formado un charco de sangre. En
esto, Raskolnikof vio un cordón en el cuello de la vieja y empezó a
tirar de él; pero era demasiado resistente y no se rompía.
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