Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Se acercó a la lámpara (todas las ventanas estaban cerradas, a
pesar del calor asfixiante) y empezó a luchar por deshacer los
nudos, dando la espalda a Raskolnikof y olvidándose de él
momentáneamente.
Raskolnikof se desabrochó el gabán y sacó el hacha del nudo
corredizo, pero la mantuvo debajo del abrigo, empuñándola con la
mano derecha. En las dos manos sentía una tremenda debilidad y
un embotamiento creciente. Temiendo estaba que el hacha se le
cayese. De pronto, la cabeza empezó a darle vueltas.
-Pero ¿cómo demonio has atado esto? ¡Vaya un enredo!
-exclamó la vieja, volviendo un poco la cabeza hacia Raskolnikof.
No había que perder ni un segundo. Sacó el hacha de debajo del
abrigo, la levantó con las dos manos y, sin violencia, con un
movimiento casi maquinal, la dejó caer sobre la cabeza de la
vieja.
Raskolnikof creyó que las fuerzas le habían abandonado para
siempre, pero notó que las recuperaba después de haber dado el
hachazo.
La vieja, como de costumbre, no llevaba nada en la cabeza. Sus
cabellos, grises, ralos, empapados en aceite, se agrupaban en una
pequeña trenza que hacía pensar en la cola de una rata, y que un
trozo de peine de asta mantenía fija en la nuca. Como era de
escasa estatura, el hacha la alcanzó en la parte anterior de la
cabeza. La víctima lanzó un débil grito y perdió el equilibrio. Lo
único que tuvo tiempo de hacer fue sujetarse la cabeza con las
manos. En una de ellas tenía aún el paquetito. Raskolnikof le dio
con todas sus fuerzas dos nuevos hachazos en el mismo sitio, y la
sangre manó a borbotones, como de un recipiente que se hubiera
volcado. El cuerpo de la víctima se desplomó definitivamente.
Raskolnikof retrocedió para dejarlo caer. Luego se inclinó sobre la
cara de la vieja. Ya no vivía. Sus ojos estaban tan abiertos, que
parecían a punto de salírsele de las órbitas. Su frente y todo su
StudioCreativo ¡Puro Arte!
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