Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Le ofrecía el paquetito. Ella lo miró, como dispuesta a cogerlo,
pero inmediatamente cambió de opinión. Levantó los ojos y los
fijó en el intruso. Lo observó con mirada penetrante, con un gesto
de desconfianza e indignación. Pasó un minuto. Raskolnikof
incluso creyó descubrir un chispazo de burla en aquellos ojillos,
como si la vieja lo hubiese adivinado todo.
Notó que perdía la calma, que tenía miedo, tanto, que habría
huido si aquel mudo examen se hubiese prolongado medio minuto
más.
-¿Por qué me mira así, como si no me conociera? -exclamó
Raskolnikof de pronto, indignado también-. Si le conviene este
objeto, lo toma; si no, me dirigiré a otra parte. No tengo por qué
perder el tiempo.
Dijo esto sin poder contenerse, a pesar suyo, pero su actitud
resuelta pareció ahuyentar los recelos de Alena Ivanovna.
-¡Es que lo has presentado de un modo!
Y, mirando el paquetito, preguntó:
-¿Qué me traes?
-Una pitillera de plata. Ya le hablé de ella la última vez que
estuve aquí.
Alena Ivanovna tendió la mano.
-Pero, ¿qué te ocurre? Estás pálido, las manos le tiemblan.
¿Estás enfermo?
-Tengo fiebre -repuso Raskolnikof con voz anhelante. Y añadió,
con un visible esfuerzo-: ¿Cómo no ha de estar uno pálido cuando
no come?
Las fuerzas volvían a abandonarle, pero su contestación pareció
sincera. La usurera le quitó el paquetito de las manos.
-Pero ¿qué es esto? -volvió a preguntar, sopesándolo y dirigiendo
nuevamente a Raskolnikof una larga y penetrante mirada.
-Una pitillera... de plata... Véala.
-Pues no parece que esto sea de plata... ¡Sí que la has atado
bien!
StudioCreativo ¡Puro Arte!
Página 94